domingo, 13 de diciembre de 2020

Alguien voló sobre el nido del cuco. Ken Kesey



Aún no había comenzado bachillerato cuando lo leí por primera vez, debía tener catorce o quince años. Supe algo de la película y quise leer el libro primero; creo que esperaba una inmersión en el mundo psiquiátrico al modo de 'Los renglones torcidos de Dios', de Luca de Tena, pero aquella novela era diferente, me marcó de manera especial. Por alguna razón, se me ocurrió la extravagancia de adaptarla al teatro. En aquel entonces, escribía pequeñas historietas que compartía con unos pocos amigos, aunque la idea de crear una obra de teatro era algo nuevo, y de hecho nunca más lo volví a intentar. Me entretuve dividiendo los actos y las escenas, diseñando los diálogos e intentando salvar el reto de esa jornada de pesca en la que los personajes abandonan el espacio principal de la acción. Todo esto, contado ahora, tiene su gracia: imagínense qué obra más chapucera podría pergeñar un chaval de catorce años. 

Como con otros tantos proyectos, nunca terminé aquella adaptación, en parte por falta de constancia y en parte al enterarme, poco después, de que ya existía una obra de teatro que había adaptado la novela de Kesey a comienzos de los sesenta; aquello me supuso una extraña decepción infantil: unos adultos con más talento y preparación se me habían anticipado; mi iniciativa no era tan original, después de todo. Diría que mi motivación había escondido la fantasía de recrear aquel evangelio apócrifo e incluso estrenar de algún modo la obra e interpretarlo a él, aun sabiendo que no iba a ser posible. ¿Qué adolescente introvertido no querría ser, por un día, Randle Patrick McMurphy? Entrar en clase pisando fuerte, haciendo resonar los hierros de las botas, enfrentarte a ese matón del barrio que aparece en la hora del recreo para vacilar con su moto, defender a una chica agraviada al estilo poco amigable de Bruce Lee, enarbolar la chapa de sheriff en un pueblo sin ley del salvaje Oeste. Ser una estrella del rock.

La película, estrenada una década después, es muy meritoria, pero la novela es otra cosa. Creo que Ken Kesey no quedó muy contento con la adaptación, porque 'Alguien voló sobre el nido del cuco' es la narración deshilvanada del Jefe Bromdem, un mestizo americano con la mente abotargada tras largos años de duermevela en una galería psiquiátrica. El lector puede dejarse llevar por el peculiar narrador o bien decidir qué es real y qué no en los hechos descritos. La niebla es un elemento persistente que domina esa galería de locos y los mantiene alelados, refugiados en sí mismos; las paredes esconden una compleja maquinaria llena de engranajes y cables destinados a controlarlo todo: manifestaciones distorsionadas del Sistema, o el Tinglado, tal como lo denomina Bromdem. 

Releída recientemente, resulta ineludible interpretar la Galería de la enfermera Ratched a la luz de Michel Foucault. El pensador francés dedicó una parte significativa de su trabajo a estudiar la evolución histórica del poder disciplinario en instituciones mentales, penitenciarias y escolares. Más allá de ‘Vigilar y castigar’, pueden encontrar un interesante ensayo, cargado de anécdotas documentadas, que recoge una serie de clases que impartió en los setenta bajo el título de ‘El poder psiquiátrico’: el cambio de métodos para tratar enfermedades mentales y la evolución en la figura del profesional sanitario en su relación con el paciente. En cualquier caso, no hace falta ser foucaultiano para aceptar que la psiquiatría ha sido la especialidad médica que más barbaridades cometió durante el pasado siglo; hace ya tiempo que la especialidad se ha dignificado y todos aquellos abusos quedaron muy atrás, pero por necesidad sigue manteniendo un método clínico que depende del consenso que va actualizando el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), actualmente en su quinta edición. En términos generales, puede considerarse adecuada una postura intermedia, holística, entre el estricto biologicismo y el constructivismo social, pero es inevitable tener en cuenta, hasta cierto punto, este último enfoque cuando hablamos de enfermedades mentales, pues los trastornos marcan la línea sintomática que separa la normalidad y la anormalidad, y Foucault realizó una encomiable aportación al respecto.

En la novela de Kesey, ambientada en una institución mental de Oregón en los años cincuenta, pululan diversos internos, desde esquizofrénicos hasta simples inadaptados sociales que, en otras circunstancias, llevarían una vida equilibrada: Billy Bibbit es un joven con tendencias suicidas cuya morbilidad se debe al poder que ejerce sobre él su inestable madre; Harding, que a su vez representa la figura del intelectual, es un homosexual reprimido en un tiempo en que su orientación sexual estaba clasificada como enfermedad mental. Todos ellos, águdos y crónicos, conviven en los hábitos dóciles e infantilizados que impone la enfermera Ratched, la mujer que representa el poder efectivo cual araña en medio de una compleja tela. Porque, por encima de los distintos perfiles patológicos y anticipándose a la obra de Foucault, esta novela va más allá de la temática psiquiátrica y se convierte en una clara alegoría social. La galería es un perfecto panóptico, un lugar aséptico vigilado con férreo control y un personal minúsculo. 

Entonces aparece el nuevo ingreso como un compás de rock and roll en medio de una tonadilla militar. McMurphy es un rudo presidiario irlandés, aficionado al juego, que se ha acogido al diagnóstico de psicopatía para escapar de los campos de trabajo, y resulta ser la nota discordante que comienza a dañar la maquinaria perfecta de aquel panóptico. Lo primero que llama la atención al nuevo es la ausencia absoluta de risas francas, auténticas, en la galería. La risa es la manera en la que McMurphy, que no ha tenido una vida fácil, capea el temporal; la risa es el mejor antídoto contra los abusos del mundo hostil. La enfermera Ratched, además de servir de personificación alegórica, es un personaje de un definido perfil psicopático: sin ningún escrúpulo, ha conseguido imponer tal dominio psicológico sobre el médico y los internos que le basta un pequeño gesto o insinuación para provocar que estos se avergüencen, se acoquinen o se delaten entre ellos. Y el irlandés, claro está, la cala enseguida. 

'Las pelotas, ni más ni menos. No, esa enfermera no es una especie de monstruosa gallina, amigo, es una capadora. He conocido a miles como ella, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Los he visto por todo el país y en muchas casas; gente que intenta desarmar a los demás, para hacerles marcar el paso, seguir sus reglas, vivir según sus dictados. Y la mejor forma de doblegar a alguien es cogerle por donde más duele. ¿Nunca te han dado una patada en los huevos en una pelea, amigo?'

A lo largo de las tres partes en que está dividida la novela, McMurphy y Ratched librarán un verdadero pulso que dejará victorias y derrotas en ambas partes. Es igualmente inevitable la lectura en clave de evangelio profano a cargo del Jefe Bromdem, donde el rebelde McMurphy ejerce el papel de Redentor y los internos el de fieles apóstoles: le seguirán para mejorar sus vidas, renegarán de él por las argucias de la gran enfermera, serán testigos de sus milagros, disfrutarán de una última cena consistente en una fiesta nocturna con dos prostitutas y, finalmente, serán salvados con el último sacrificio que realizará el irlandés. La pasión y muerte de Randle Patrick McMurphy, un personaje tan humano que llega a cobrar vida a medida que avanza la trama, a medida que sus compañeros comparten un poco de su valor y crecen a ojos vista, mientras él va mostrando su cansancio y flaquezas, sobre las cuales logra imponer su indómito carácter.

La obra de Ken Kesey nos cuenta una historia trágica, una historia de amistad y sacrificio, de cobardía y de valor; pero también consigue hacernos reír en muchos pasajes, con alguna que otra referencia que seguramente no pude captar la primera vez que la leí. Porque, como dice el Jefe Bromdem hablando de McMurphy: 

sabe que es preciso reírse de las cosas para mantener el equilibrio, para impedir que el mundo acabe enloqueciéndote. Sabe que las cosas tienen su lado triste (…) pero no quiere que el dolor empañe el humor, lo mismo que no permitiría que el humor empañase el dolor.


Ken Kesey, Alguien voló sobre el nido del cuco. Anagrama, 2006. Obra original publicada en 1962.

6 comentarios:

  1. Interesantísimo. Vi la película hace tiempo, y me gustó mucho, pero no he leído la novela. Ahora la voy a anotar entre mis lecturas pendientes, porque sus temas me interesan mucho, y creo que la entenderé mejor que si la hubiese leído tiempo atrás.

    Mientras tanto, volveré a ver la película, porque seguro que también, después de leer tu análisis, le sacaré mucho más rendimiento.

    Me han llamado la atención tus inquietudes intelectuales a los catorce años. No sé si hoy habrá muchos niños así, pero creo que hace unas décadas tampoco sería lo más frecuente. Pero por otro lado, tampoco me sorprende mucho esa actitud tuya, viendo los textos que escribes hoy día, porque no se vuelve uno así de pronto, son cosas que se traen de fábrica :)

    Un saludo.

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    1. Hola Ángeles. Yo creo que todos los niños tienen inquietudes, de un modo u otro; luego hace falta que las circunstancias contribuyan a desarrollarlas. Yo dejaba volar mi imaginación pero, por ejemplo, era poco disciplinado. Y por lo que he leído de tu blog, tú también tenías inquietudes y bastante curiosidad: no todos los niños se paran a pensar así en las palabras, y es precisamente con las palabras como formamos el pensamiento.

      Lo positivo que comentas de sacar más provecho a una lectura (ésta o cualquier otra) leyéndola más tarde o simplemente cuando nuestro interés está más cercano a su temática, lo pienso yo también. Hay libros que, por la razón que sea, nos llegan a destiempo y, aunque los entendamos, seguramente habríamos sacado mayor provecho o disfrute de habernos llegado en otro momento. La novela de Kesey, sin embargo, puede llegar a ser muy sugestiva para un adolescente, aunque tiene diálogos que se comprenden mejor leyéndolos más tarde.

      A mi también me gusta mucho la película. En este caso prefiero el libro, pero la adaptación es muy buena. Y muchas gracias por tus palabras. Ya me gustaría a mí escribir como tú :)

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  2. No he leído el libro y solo lejanamente sabía de su existencia. Por lo que comentas el personaje principal tiene cierta semejante con el Jesucristo bíblico y supongo que tiene sentido.
    Foucault fue el tipo que mejor desentrañó lo que se escondía tras los misterios de la enfermedad psiquiátrica y su uso torticero por los aparatos del poder. La lista de enfermedades psiquiátricas que se amplían cada año de forma revelan como la psiquiatría es utilizada como forma de control. Recuerdo a finales de los 70 cuando en los grupos alternativos se puso de moda la Antipsiquiatría de Ronald Laing y David Cooper, lamentablemente tengo la impresión que aquello quedó como un movimiento contracultural. Es curioso que los mayores ataques a la psiquiatría tradicional procedan en la actualidad justamente de la llamada Iglesia de la Cienciología.

    Saludos

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    1. Hola, Doctor. Coincido en considerar a Foucault una figura ineludible por la forma en que, como dices, desentrañó los mecanismos de poder ligados a la psiquiatría. La novela de Ken Kesey, aun ignorando el trabajo que desarrollaría el francés muy poco después, es muy compatible tanto con la aportación foucaultiana como con la antipsiquiatría de la época. La galería psiquiátrica de la novela es un caso claro (y muy extremo) de abuso de poder amparado en la institución clínica. La sospecha foucaultiana fue y sigue siendo necesaria.

      Aunque la sospecha también tiene sus límites peligrosos, sobre todo cuando cuestiona la evidencia científica. A día de hoy veo la antipsiquiatría como una forma más de negacionismo científico, que a veces cae en teorías conspirativas. No es casual que, como dices, diversas instituciones que abrazan las pseudociencias (como la Cienciología) defiendan ese negacionismo.

      La psiquiatría es una especialidad médica muy particular, pues mantiene un enfoque clínico, basado en síntomas conductuales, que se muestra anticuado en su día a día frente al resto de especialidades. Es verdad que, por ejemplo, el DSM-V acepta trastornos que antes no existían (uno de los expertos del DSM-IV lo criticó irónicamente diciendo que de repente él mismo, sin saberlo, padecía innumerables trastornos) y que se da el riesgo de sobrediagnóstico y abuso de psicofármacos, pero el constructivismo radical cae asimismo en el riesgo de promoción de enfermedades. Por no hablar del intrusismo terapéutico que abunda desde las pseudociencias, con los consiguientes riesgos.

      Por eso creo que, en este tema, un enfoque holístico que evite caer en ambos extremos es por el momento la postura más adecuada: tener en cuenta la aportación de las neurociencias pero también de la psicología social, la utilidad de la terapia cognitivo-conductual y, cuando sea necesario, de los psicofármacos, etc. La psicología debe trabajar codo con codo con la medicina de atención primaria y con la psiquiatría en la promoción social de la salud.

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  3. Recuerdo la peli vagamente, me pareció agobiante. Años después trabajé una temporada en un psiquiátrico y la galería de pacientes era dantesca. Es curioso la atracción literaria de la demencia, y la realidad es que es un infierno de gente enajenada, que sufre sin saber por qué y se dan miedo a sí mismos.

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    1. Hola, Chafardero. Te había contestado pero el mensaje no se ha debido guardar. Por lo que dices, debiste tener una experiencia de esas que marcan. Hoy, por fortuna, hay bastantes menos internos en las plantas psiquiátricas, pero los que hay deben estar en un estado muy dependiente.

      Un saludo y felices fiestas.

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