lunes, 13 de diciembre de 2021

El perro y el dragón (V)

 

De espaldas a los reformadores cenobitas, los nuevos ambientes urbanos propician otras tendencias entre los clérigos, que ya no solo incluyen a esos giróvagos de los que Benito de Nursia se quejaba en su Regla. La novedad es que las costumbres disipadas comienzan a acompañar a los estudios; crece el número de viajeros que persiguen a los maestros de renombre, formando barriadas en las que no faltan la juerga ni el arte. Hablamos de los goliardos, de su música y su poesía, cuyos etílicos cantos se extenderán durante el Medievo. El espíritu goliardesco era vitalista, pero también subversivo en su crítica social: al clero regular, al militar, al rey y al papa; pocos estamentos se salvaban de su inventiva. 

Se ha pretendido encontrar en ellos un movimiento unificado, así como un primer ‘Golia’ en Pedro Abelardo, a quien se atribuyó ese sobrenombre. Todo ello es falso, o como mucho una mera especulación. La búsqueda del origen de la goliardesca es muy sugestiva, pero es el equivalente picaresco del Santo Grial: el tiempo borró las primeras huellas, así que, ante lo que desconocemos, solo cabe callar. No hacemos ningún favor al conocimiento histórico alimentando los mitos. La literatura goliardesca, eso sí, nos recuerda que la Edad Media es más compleja de lo que a veces se pinta. Los románticos rescataron al Archipoeta, anónimo autor germano de los versos más conocidos del Carmina Burana, contemporáneos a Abelardo, que musicalizó Carl Orff.  Leamos el fragmento más famoso del Archipoeta, quizá el mayor representante de la poesía goliarda:

‘Quiero morir en la taberna,

Donde los vinos estén cerca de la boca del moribundo;

Luego los coros de los ángeles bajarán cantando:

Que Dios sea clemente con este buen bebedor.

Más ávido de voluptuosidades que de la salvación eterna,

Con el alma muerta, solo me importa la carne’.


Y ahora volvamos a nuestra historia. Abelardo se encuentra en la medianía de la treintena y vive sus mejores años, ignorando que en adelante la diosa Fortuna será inclemente. No solo ha conseguido despuntar como el mejor dialéctico de Francia, sino que se ha atrevido a inmiscuirse en la Lectio Sacra. Sabiendo que Anselmo de Laón, el maestro de su antiguo maestro, Guillermo de Champeaux, era tenido como la mayor eminencia en materia religiosa, acude a Laón para participar de sus clases. Para juzgar debidamente el atrevimiento, cabe decir que tanto el viejo Anselmo como su hermano Raúl gozaban de tal prestigio que incluso arbitraban en conflictos sociales; cuando las gentes de Laón se amotinaron y asesinaron a Gaudry, el obispo corrupto de la diócesis, Anselmo consiguió refrenarles para, al menos, darle cristiana sepultura.

Como sabio, Anselmo no impresionó a Abelardo. Según él, en referencia a la Sagrada Escritura, sobraba profundizar en el misterio: bastaba con entender el texto y aclarar los términos oscuros. Varios condiscípulos fueron atraídos por las intervenciones del disputador, mientras otros lo rechazaron con la misma vehemencia. De entre estos últimos, como veremos, dos terminarían convirtiéndose en enconados enemigos de Abelardo: Alberico de Rheims y Lotulfo. Pretendiendo ridiculizarle, sabiendo que Abelardo era lego en materia bíblica, le propusieron un reto imposible, para el que se afanaron en escoger el texto más oscuro de la Biblia, un retorcido pasaje de Ezequiel: ¿sería capaz de explicarlo en público? Abelardo recogió el guante y propuso dar la clase sin demora, al día siguiente; pasó la noche leyendo a Ezequiel y, ante la sorpresa del respetable, superó el reto. Su original explicación atrajo tanta curiosidad que enseguida fue requerido para dar nuevas clases. Rescatando un viejo término pagano, Abelardo bautizó lo que acababa de hacer como ‘teología’, palabra que con el tiempo se establecería para la reflexión de las Sagradas Escrituras. Una vez más, nuestro personaje había conseguido dividir a los estudiantes, y aunque fue expulsado por la fuerza de la ciudad por intercesión de Anselmo, todos sabían que había ganado la batalla. 

Batalla, lucha, victoria frente al enemigo… La retórica bélica forma parte del imaginario de Abelardo. Así que, como decíamos, había vuelto a París en la cima de su éxito. Eran días de vino y rosas para el caballero de la dialéctica, que ahora dedicaba parte de su tiempo a su otra afición: la música. En el ambiente estudiantil de los goliardos, Abelardo era el referente, y como recordaría años después Eloísa, todos se ponían de puntillas para verle pasar. Sin quitar importancia a sus canciones ni a la fama en las calles, Le Goff prefirió destacar la innovación que supuso en la intelligentsia urbana: ‘Si Pedro Abelardo, gloria del medio parisiense, fue goliardo, significó y aportó mucho más que los goliardos. Es la primera gran figura de intelectual moderno - dentro de los límites de la modernidad del siglo XII -, Abelardo es el primer profesor’.

Pero acabo de mencionar a otra figura que se había ganado el respeto y la admiración de los estudiantes. La joven Eloísa, protegida por su tío Fulberto, parecía desafiar los condicionantes sociales de su sexo al acudir imperturbablemente a estudiar a Notre Dame. Sobre su origen pesan demasiadas leyendas, cuando lo cierto es que desconocemos todo sobre el particular. Ni siquiera podemos especular que fuera huérfana por el hecho de vivir con su tío ya que, como explicó Régine Pernoud en su biografía 'Eloísa y Abelardo', era habitual en aquel tiempo que los miembros familiares se ocuparan por igual del sostenimiento de los vástagos. Fulberto supo ver el talento de su sobrina para las letras y lo alimentó permitiéndole que se dedicara a los libros con ahínco. Eloísa rechazaba explícitamente el rol destinado a la mujer y ambicionaba alcanzar el mayor rango de sabiduría. De su obra no ha sobrevivido nada, exceptuando la posterior relación epistolar mantenida con Abelardo, excepcional en su género.


Las lides que mantuvieron los dos amantes son de sobra conocidas. Abelardo estaba fascinado por aquella joven, que no tenía igual entre las mujeres, y se tomó la conquista como un reto personal, logrando ser aceptado por Fulberto como profesor particular. El canónico se mostró henchido de orgullo al tener en su casa a la mayor lumbrera de París, sin sospechar las consecuencias. Eloísa recordaría años después aquellos tiempos:

‘Tenías – he de confesarlo – dos cualidades especiales que podían deslumbrar al instante el corazón de cualquier mujer: la gracia de hacer versos y la de cantar. Lo pegadizo de tu melodía hizo que ni siquiera los analfabetos desconocieran tu nombre. Fue esto, sin duda, lo que más suscitó el amor de las mujeres por ti. Y comoquiera que la mayor parte de las canciones hablaban de nuestro amor, pronto dieron a conocer mi nombre en muchas regiones, suscitando la envidia de muchas mujeres sobre mí’.

Lo que al principio supuso al profesor un objetivo casi militar, terminó trastornándole por completo. Toda la ciudad de París conocía ya la relación entre maestro y discípula; el propio Abelardo se mostraba taciturno, y las malas lenguas se revolvían en los mentideros.

‘Cuanto más dominado estaba por la pasión, menos podía entregarme a la filosofía y dedicarme a las clases. Me era un tormento ir a clase y permanecer en ella. Igualmente doloroso me era pasar en vela la noche esperando el amor’

¿Todos lo sabían? El último en enterarse fue, por supuesto, el tío Fulberto, que no se quitó la venda de los ojos hasta que les pilló in fraganti. Entonces se abre el telón y la ópera sigue con un trepidante acto, Eloísa es encerrada a cal y canto y Abelardo toma la determinación de raptarla en plena noche; la joven está embarazada, y ambos amantes abandonan París a caballo; ella disfrazada de monja. Llegan a la lejana Bretaña, a la casa paterna de Abelardo, donde la hermana de este se encargará de cuidar a la fugada hasta el nacimiento del retoño. El hijo de aquella unión será bautizado con un nombre que solo dos intelectuales en la vanguardia de los tiempos podían valorar: Pedro Astrolabio. 

Abelardo quiere hacer las cosas bien, así que habla con el encolerizado Fulberto y promete darle satisfacción llevando a Eloísa al altar. Lo que nadie podría esperar es que Eloísa, al enterarse de este gesto, se negase a casarse. Los motivos que da son por el bien de su amante, pues el matrimonio arruinaría su prestigio como clérigo y maestro y mezclaría a los estudiantes con las criadas en su casa. Otra posibilidad es la teoría de Régine Pernoud, que subraya que, en el siglo XII, el contrato matrimonial no estaba relacionado con el amor, sino tan solo con el interés material:

‘Pero hay otra razón más por la que Eloísa rehúsa el matrimonio, razón esta que Abelardo no ha comprendido. Es la calidad misma de su amor su causa: amor absoluto y perfecto en la medida en que puede concebirse alguna perfección humana. Éste es el secreto de Eloísa, el motivo profundo de su negativa. La calidad de su amor exige que sea gratuito. Hay que haber comprendido toda la fuerza de este sentimiento para entender el siglo de Eloísa: es el mismo que inspirará el amor cortés’.

El trabajo de Pernoud resulta una lectura fascinante, y esta serie de entradas le debe varios datos y citas de interés, pero a veces se toma algunas licencias arriesgadas. Sea cierta o no su especulación - puede que Eloísa se negase solo por un tímido recato y no por esa idealización del amor cortés- Abelardo terminó convenciéndola de la necesidad del matrimonio. Acordaron volver a París y casarse en secreto, con Fulberto y unos pocos testigos en la ceremonia. Sin embargo, Fulberto rompe su palabra y se encarga de difundir la noticia, resarciendo su orgullo herido avergonzando a Abelardo. Para oponerse a la estrategia, Eloísa comete el error de negarlo todo ante las gentes, y Abelardo comete el error aún mayor de esconderla provisionalmente en el convento donde se había formado. Aquella situación no contiene a la pareja, que sigue viéndose sin respetar el espacio sagrado del refectorio. El bebé, mientras tanto, es cuidado por la hermana de Abelardo. La situación parecía controlada, pero la decisión, como es sabido, no pudo salir peor, pues Fulberto se sintió engañado y tiró por la calle de en medio. Una noche, tras sobornar a un criado de Abelardo, entra en su casa acompañado de varios matones y lo castran, lo que en aquel tiempo implicaba la amputación a cuchillo, brutal castigo aplicado a algunos adúlteros y violadores. 

La ciudad entera estalló al enterarse de los sucedido: indignados los unos y simples curiosos los otros. Fulco de Deuil, amigo de Abelardo, intenta consolarlo mostrando el lado más amable de las gentes: 

‘Era la Cité casi al completo la que estaba consumida en tu mismo dolor (…) llora la muchedumbre de los canónigos y de los nobles clérigos; lloran tus conciudadanos; es una deshonra para su ciudad; se afligen de ver a su ciudad profanada por el derramamiento de tu sangre. ¿Qué decir de los lamentos de todas las mujeres que han vertido tantas lágrimas – tal es la manera de ser de las mujeres - por haberte perdido a ti, su caballero, como si cada una de ellas hubiera visto perecer en la guerra a su esposo o amante?’

No mentía el bueno de Fulco, pues el entorno de los clérigos, estudiantes y goliardos, que estaban por completo del lado de Abelardo, lloraron su suerte y sintieron deseo de venganza, como así acabó ocurriendo con varios de los rufianes implicados. Pero la gente también puede ser cruel, y los eunucos eran motivo de escarnio, incluso amparado en las Escrituras. El maestro Roscelino, uno de los viejos rivales a los que Abelardo había retado a debate público, le mandará más tarde una misiva insultante en la que le llamará ‘hombre incompleto’, no dignándose a aparecer nunca más ante el castrado; esta deserción quizá se debió sencillamente a que el hombre enfermó y murió sin quedar constancia. En la 'Historia Calamitatum', Abelardo escribe:

'Me preguntaba, sobre todo, qué nuevos caminos me quedaban abiertos para el futuro. ¿Con qué cara podía presentarme en público si todos los dedos me señalarían? ¿No sería la comidilla de todas las lenguas y me convertiría en un espectáculo monstruoso ante todos? (...) Confieso que, en tanta postración y miseria, fue la confusión y la vergüenza más que la sinceridad de la conversión las que me empujaron a buscar refugio en los claustros de un monasterio'.


Representación romántica de Abelardo y Eloísa.

Una vez superado el trauma físico, Abelardo tomó así la decisión de hacerse monje y aconsejó a Eloísa que tomara también el hábito. Eloísa nunca se lo recriminó a su esposo, pero sí le echará en cara que esperase a que ella diera el primer paso en el convento antes de hacerlo él mismo, pues con ello el amante pudo mostrar falta de confianza en su amada, como seguramente ocurrió. Aquel paso la condenaba a encerrarse de por vida, pero en su momento lo aceptó con resignación. ¿Qué podía hacer? Ya hemos visto que el propio Abelardo admite que no sentía ninguna vocación religiosa por aquel entonces; ambos se sintieron obligados por las circunstancias.

Abelardo entró en el prestigioso monasterio de Saint-Denís, del que hablaremos en otra ocasión, pues debemos terminar esta entrada refiriéndonos a la segunda castración de Abelardo, si me permiten la metáfora. ¿Recuerdan a aquellos dos enemigos de Laón que dejamos en suspenso? Lotulfo y Alberico de Rheims, antiguos condiscípulos de Abelardo, se la tenían jurada y, sintiendo que su rival estaba débil, movieron cielo y tierra para prepararle una emboscada. Ambos denunciaron a Abelardo ante las autoridades religiosas y consiguieron que se formara precipitadamente un concilio en Soissons para discutir las opiniones heterodoxas de su obra escrita. Nada en aquel concilio funcionó como debiera, y ni siquiera el respetado Godofredo de Lèves, obispo de Chartres y amigo de Abelardo, que también estuvo presente, pudo evitar la trampa. 

Los enemigos de Abelardo habían calentado previamente los humos a la muchedumbre del lugar, gritando a los cuatro vientos que Abelardo era un hereje y un siervo de Satanás, así que cuando éste llega a Soissons, las gentes lo reciben a pedradas en un linchamiento público. El concilio duró varios días y las autoridades dudaban sobre qué partido tomar; los más cabales afirmaron que un concilio doctrinal debía celebrarse con reputados doctores que analizasen la obra de Abelardo o permitiesen que éste la defendiera.

Alberico sabía que, si permitía que su enemigo se defendiese, perdería la jugada, así que manipuló al arzobispo tocando en su punto flaco, que no era otro que la posible humillación de que un concilio más prestigioso se elevara por encima de su autoridad eclesiástica. Finalmente – aunque muchos se arrepentirían pasado un tiempo – no permitieron que Abelardo se defendiese y le ordenaron sencillamente que realizase públicamente el símbolo atanasiano, como un simple colegial, y quemase él mismo su obra con sus propias manos. Ante aquella humillación, Abelardo acató la penitencia con lágrimas en los ojos e intensa rabia contenida, pero se juró a sí mismo que volvería a escribirla, palabra por palabra. Tal como se quejó Eloísa, usando a los clásicos latinos con espíritu goliardo, la diosa Fortuna se había cebado con ellos. La rueda de la Fortuna que no para de girar era un tema recurrente, y en el caso de Eloísa es también un recurso para evitar culpar al mismo Dios, como se muestra tentada de hacer en la primera carta que enviará a su marido años después. Abelardo demostraría a sus enemigos que no estaba acabado, o al menos eso se propuso. 

'Un valor manifiesto siempre suscita envidiosos/ 

y los rayos siempre descargan sobre las cumbres de los montes.

Feriuntque summos fulgura montes’.

Pedro Abelardo.



4 comentarios:

  1. Como siempre, artículos muy sugerentes, y más para mí que estoy interesado ahora en el periodo medieval y me das pistas a seguir. Retratas el ambiente cultural de la época atinadamente. Sobre la poesía de los goliardos, yo que tengo un ramalazo ácrata y descreído, soy de la opinión que es una temática que siempre ha estado ahí de manera subterránea, simplemente que en esa época sale a la luz.
    La historia de Abelardo y Eloísa quizás sea de las primeras que muestra un concepto moderno del amor, antes incluso del amor cortés. Se suele decir que el amor es un invento reciente, que antes solo existían contratos matrimoniales. Es verdad, pero la atracción entre dos personas más allá del deseo y los intereses creo que se daría desde la edad de piedra, otra cosa es su idealización y exageración posterior.
    Eloísa me parece el personaje más importante, las mujeres siempre han sido difuminadas o escondidas, aquí aparece casi al mismo nivel que su pareja, abre una brecha en la proverbial misoginia de la época.

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    1. Sin duda, esa actitud vitalista se ha manifestado siempre de diversas formas, aunque sea en lo subterráneo, como dices. Quizá haya contextos puntuales donde fuese difícil concebirla, como por ejemplo la asfixiante Ginebra calvinista. Aparte, una cosa es cierto tipo de literatura que se generó y otra el comportamiento del bajo clero, que en la Edad Media era como era.

      Personajes como Eloísa son un revulsivo refrescante, es verdad. Es una pena que apenas queden escritos suyos, pero sus cartas son un documento muy valioso, y su autenticidad hoy está fuera de toda duda.

      Ánimo con ese trabajo que tienes entre manos.

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  2. A veces la mejor forma de desdibujar los trazos reales de un personaje es descontextualizarlo y convertirlo en mito de lo que nunca fue. El caso de Abelardo y de Eloísa es obvio, asignándoles un papel antecesor de los amantes mártires a lo Amantes de Teruel, Romeo y Julieta, Calixto y Melibea etc... Es cierto que quizás su obra no llegaría a nosotros si no fuera por su martirio ¿pero qué hemos perdido a cambio?.
    De los goliardos se ha fantaseado mucho porque hay muy poca información, sin duda era un movimiento cultural al margen de las solidas y estáticas culturales medievales y su propio nomadismo lo justifica. Eran tiempos de lucha por la hegemonía cultural entre la Iglesia y un sector de procedencia eclesiástica, pero que no se quería quedar dentro de los rígidos ropajes asignados.

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    1. Creo que ya solo la carta a un amigo o 'Historia Calamitatum' de Abelardo, escrita al modo de las Confesiones de san Agustín (aunque de un tono bastante más orgulloso que el piadoso Agustín) lo habría hecho trascender en la memoria colectiva. La relación con Eloísa, por supuesto, hizo las delicias de sus contemporáneos, y no digamos ya de los románticos modernos, y eso creó el mito.

      Como bien dices, el mito los pinta como unos Romeo y Julieta reales antes de Shakespeare. De todas formas, hay cosas que no podemos negar, como que mantuvieron la relación personal hasta el final - con algún intervalo largo en el que Abelardo evitó a Eloísa -, pero la tergiversación está en idealizar la abnegación de cada uno de ellos en toda circunstancia. En las cartas es Eloísa la que muestra la pasión, llegando a plantear abiertamente si el interés de Abelardo por ella se debió más a la lujuria que al amor. Sin caer en el mito, pero a favor de la visión amable con la pareja, tampoco podemos negar que ambos realizaron gestos gratuitos por el bien del otro hasta el final de sus días: Abelardo se ocupó del bienestar de Eloísa y ésta usó su particular prestigio para interceder a favor de Abelardo ante Pedro el Venerable.

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