Guillermo de Champeaux había sido destronado de la docencia parisiense, pero aún pudo saborear las mieles del éxito por otras vías. En las afueras de París legó para la posteridad la abadía de San Víctor, donde sus canónigos regulares mantuvieron viva la llama del estudio. A él aún le esperaba el obispado de Châlons, en Champaña, un destino para el que se había hecho rogar. Dos años llevaba luciendo la mitra cuando se le planteó la posibilidad de contribuir directamente en la causa reformista.
El joven Bernardo de Fontaine, formado en la borgoñona abadía de Císter, pretendía fundar un centro monástico en Clairvaux – en adelante, Claraval -, una tierra que pertenecía a la diócesis de Langres, pero sufría un inconveniente bastante común en aquellos tiempos: su obispo, aunque figurase honoríficamente, estaba ausente; el norteño obispado de Châlons era el más cercano, así que Guillermo de Champeaux se hizo cargo de la situación para la necesaria bendición episcopal. Este encuentro solo fue el primero de una fructífera amistad entre Guillermo y Bernardo.
¿Quién era aquel joven monje que atrajo la atención de Guillermo de Champeaux? En el segundo capítulo de esta serie dijimos que, hacía pocos años, había llegado a la abadía de Císter acompañado de decenas de amigos y familiares. Si Borgoña era una tierra de profunda vocación religiosa, Bernardo demostró ser su hijo más notable. Hablamos, como ustedes saben, del que acabaría siendo san Bernardo de Claraval, una de las figuras más influyentes del Medievo, pero su santidad, lejos de ser una ayuda, supone el principal escollo para desvelar al personaje histórico.
Los santos se cuecen a fuego lento, pierden su individualidad en pos de acercarse al modelo de virtud del que se sirve la Iglesia para sus ejemplos de vida. La hagiografía es un género que cincela y deforma, difumina lo que en su momento fue único para crear un arquetipo común. Sin embargo, esta literatura tiene hoy un interés diferente al que tuvo en el pasado, pues a veces nos revela más de los biógrafos que del biografiado, permitiéndonos indagar en los valores resaltados en cada contexto histórico. Más aún, la memoria de algunos santos antiguos llegó a cumplir una importante función social: santo Domingo de Silos pasó de ser el santo taumaturgo para convertirse en el santo que rescataba a los cautivos de las razias andalusíes, todo ello tras su muerte, ¿y qué decir de Santiago Matamoros?
San Bernardo, por fortuna, pertenece a una época posterior, por lo que contamos con las suficientes fuentes como para poder quitarnos de encima al santo y acercarnos a la persona; ello no ha sido óbice, pese a todo, de la tendencia hagiográfica. Hoy podemos encontrar ejemplificantes biografías de San Bernardo cuyo objetivo, antes que acercarse al personaje histórico, es encarnar el mensaje cristiano. Como muestra, la biografía de Philippe Barthelet, unos de los estudios que he manejado:
‘Antes de ser un hombre del siglo XII, lo que a fin de cuentas no nos interesa, San Bernardo es un hombre de la eternidad, y como recordaba un historiador alemán: todas las épocas son equidistantes de Dios.’
Incluso mi respetado Ettiene Gilson, clásico historiador de la filosofía medieval, llegó a escribir que san Bernardo era único porque, incluso en sus errores, ‘siempre decía la verdad’, lo que muestra cómo esa tendencia es bastante común entre los estudiosos con profundas creencias religiosas. Pues bien, partiendo de la base de que todo narrador añade algún sesgo consciente o inconsciente en lo que cuenta, nuestra postura intentará ser precisamente la contraria a la de Barthelet, y es que ningún historiador puede partir de una premisa semejante sin quedar del todo desacreditado; así que, en este blog, el abad de Claraval no será santo ni demonio. ¿Quién era, entonces, aquel monje?
Por lo que sabemos, si excluimos la información de origen dudoso o legendario, en su infancia era más bien un chico tímido y enfermizo, dotado de gran sensibilidad y – otro dato que considero esencial – fue criado íntegramente por su afectuosa madre, Aleth, que murió cuando Bernardo era adolescente, causándole una pérdida que recordará toda su vida (¿tendrá que ver esto en su gran devoción por la Virgen?). Le mandan a instruirse a Chàtillon-sur-Seine, donde su familia tenía cierta influencia, y allí se forma con los canónigos en latín y luego en artes. Así fue como se enfrascó en la Gramática, Retórica y, seguramente en menor grado, Dialéctica, las artes del ‘Trivium’. Respecto a esto último, hay consenso entre los biógrafos al considerar que su formación dialéctica fue escasa, o incluso nula. Sin embargo, su educación clásica – gramática y literaria - debió ser bastante completa, a juzgar por sus citas y usos del lenguaje, y a pesar de sus vehementes críticas posteriores al estudio de los paganos. Según los historiadores que han profundizado en la obra de Bernardo, éste tenía bastante conocimiento de Ovidio, Virgilio, Cicerón, Séneca y otros autores clásicos. Por tanto, descartamos de entrada que fuese un ignorante intelectual.
Al joven Bernardo llegaron historias sobre la rigurosa abadía de Císter e, influido por su educación sentimental y religiosa, e imbuido quizá de relatos hagiográficos de corte épico, se decidió tajantemente a convertirse en monje precisamente en Císter. Entonces, Bernardo convence a sus hermanos y primos para que se ordenen con él. No sabemos qué tipo de motivación movió a Bernardo a realizar esta maniobra de captación, pero lo que es seguro es que sus lazos familiares debían ser fuertes, pues convenció incluso a su hermano mayor, ya casado, de abandonar el matrimonio y ponerse el hábito de monje. Casi toda la familia se reunió para tomar un camino de devoción, un fenómeno sorprendente que nos habla del contexto ideológico que rodeaba a la nobleza borgoñona en aquel entonces; personas acostumbradas a mandar y a guerrear se ponían de pronto un hábito y se sometían a obedecer y a guardar silencio como siervos. No debemos caer en el error de olvidar la mentalidad feudal: esos hombres, aunque vivieran realmente como monjes pobres, nunca se verían a sí mismos como siervos, sino como nobles. Nada que ver con el movimiento mendicante que surgirá cien años después en un contexto urbano muy distinto: el ejemplo paradigmático lo establecerá Francisco de Asís, el poverello de Dios, que, perteneciendo a la floreciente burguesía del siglo, rechazará su clase social para igualarse con los marginados y harapientos.
Durante el noviciado en Císter, Bernardo dio muestras de gran ascetismo, hábito que sobrellevó a pesar del enfermizo estómago, que le causaría molestias toda su vida. Pero fue su fuerte carácter el que motivó a que Esteban Harding lo eligiese para liderar nuevas fundaciones. Así que en 1115 llegó a Claraval, ayudado por las donaciones de algunos familiares de la región y posteriormente por la protección de Guillermo de Champeaux.
El fenómeno que nos interesa ahora es el de la impresionante fama que se labró el abad de Claraval durante los siguientes años: ¿cómo fue posible que un simple monje acabara teniendo tanto poder e influencia para con laicos y eclesiásticos de todo el Occidente cristiano? En palabras de Régine Pernoud: ‘[su autoridad] se ejerce al margen de toda función determinada en el seno de la Iglesia. Bernardo no es obispo ni cardenal; es abad, pero su autoridad solamente es válida dentro de los límites de su abadía (…) A los ojos del mundo, Bernardo encarna esa reforma que entonces se considera el estado normal de la Iglesia; es por esto por lo que, como instintivamente, se mira hacia él todas las veces que se comprueba que hay algo que reformar.’ Este es el problema histórico más relevante en torno a la figura de Bernardo. Según Gilson, la gran influencia que ejerció Bernardo se debía a ‘el prestigio de su santidad, la elocuencia de su estilo y su autoridad como reformador religioso.’ Jacques Paul también incide en su elocuencia y fama de santo, pero subraya su particular agresividad:
‘Es mucho más temible cuando se dirige a una o varias personas en el curso de una ceremonia religiosa. Es un tiempo en que los movimientos exaltan las pasiones, hacen vibrar las sensibilidades y fuerzan a los espíritus más serenos a pasar por ello por sus voluntades’.
Por lo que sabemos a través de las fuentes y los propios escritos de Bernardo, no cabe duda de que fue un orador de primera categoría, capaz de convencer a las gentes y despertar sentimientos tanto de devoción como de profundo miedo. Escribía su amigo Guillermo de Saint-Thierry que ‘las madres le ocultaban los hijos, las mujeres retenían a sus maridos y los amigos separaban de él a sus amigos’.
Respecto a su prestigio ascético, es interesante el estudio de Santiago Castellanos sobre el caso de Millán de la Cogolla, donde subraya la importancia de la multitudo en la forja del ‘hombre santo’. Hace falta un respaldo social, aunque sea muy pequeño, lo suficiente para que el fenómeno se magnifique después. Pero a diferencia de Millán, que era un simple pastor en la Tardoantigüedad, Bernardo era un noble del siglo XII, y con muchos amigos. La auctoritas que se le concede funciona mejor a través de su red social, amparado en protectores como Guillermo de Champeaux y posteriores obispos. De hecho, dedicó buena parte de su labor a frenar las aspiraciones de centralización del poder de la Iglesia en torno al papa, y en su lugar defendió un sistema eclesiástico más feudal, donde cada obispo y abad tuviesen potestad en sus pequeños dominios. Así que hay que tomar con precaución su papel como reformador de la institución de la Iglesia, y pensar que sobre todo se ciñó a la vida monástica, pues como escribió Barraclough:
‘…nadie fue más crítico con la dirección papal que San Bernardo (…) El movimiento cisterciense, con su hostilidad hacia el estudio y en particular a las leyes canónicas, y su respeto por la autoridad episcopal, que la política de Gregorio VII había debilitado, fue un síntoma de rechazo de las pretensiones gregorianas. Con la ascensión de la reforma de Cîteaux se buscaba, una vez más, no conquistar el mundo, sino evadirse de él.’
No deja de resultar paradójico que Bernardo, que tanto preconizaba el alejamiento del mundo, acabara tan inmiscuido en él. Inflexible moralista y cada vez más influyente, se metió en prácticamente todos los asuntos políticos de relevancia, desde su acalorada defensa de los nacientes caballeros templarios, para los que escribió su Regla y coloreó de blanco sus ropas, hasta las decisiones papales, pasando por las elecciones episcopales; también consiguió que Celestino II anulase la excomunión que Inocencio II había echado sobre los hombros de Luis VII de Francia, exigió a Conrado III que tomase la cruz hacia la cruzada, que promocionó con fuerza, y reconcilió al conde de Poitiers con su obispo. Con el tiempo, uno de sus discípulos conseguirá convertirse en obispo de Roma, el papa cisterciense Eugenio III. En relación a estas lides, Jacques Le Goff nos pinta un retrato inquietante del abad de Claraval:
'Ese espíritu rural que continúa siendo feudal y ante todo militar no está en condiciones de comprender la intelligentzia urbana. Contra el herético o el infiel, san Bernardo sólo ve un recurso, la fuerza (...) Ese apóstol de la vida reclusa está siempre dispuesto a combatir las innovaciones que le parecen peligrosas. Durante los últimos años de su vida prácticamente es él quien gobierna la cristiandad, el que dicta órdenes al papa, aplaude la constitución de órdenes militares y sueña con hacer de Occidente una orden de caballería, la milicia de Cristo; en suma, es un gran inquisidor anticipado'.
Pero fue muy sonado su temprano conflicto con Cluny, un debate reformista que tenía antecedentes desde que Roberto de Molesmes fundara el Císter en 1098. Este conflicto estalló a raíz de una primera carta que Bernardo envió a Cluny cuando el joven sobrino del abad de Claraval, que era monje junto a su tío, escapa de los rigores cistercienses para alojarse en la abadía de Cluny. Ante semejante huida, que Bernardo sufre como una traición personal, escribió, entre otras cosas lo siguiente:
‘(…) llama miseria a la pobreza voluntaria, llama locura a los ayunos, las vigilias y el trabajo manual (…) Que tu conciencia te responda: ¿Por qué te has ido, abandonando tu orden, tus hermanos, tu casa y a mí, que te soy cercano por lazos de sangre y todavía más cercano por el espíritu? (…) Si tan cálidas y dulces pellizas, telas tan finas y preciosas, largas mangas y amplio capuchón, tantos abrigos en pieles de animales y un tejido fino hacen al santo, ¿por qué permanezco en mi lado sin seguirte?’
La carta causó revuelo en Cluny y fue leída en todas partes, pero lo que Bernardo no esperaba fue encontrarse con la horma de su zapato. Y es que la abadía de Cluny, tras unos años de declive, revivió de súbito con el impulso de un nuevo y joven abad, cuya astucia política iba de la mano de sus trabajadas habilidades sociales en el trato personal. El nuevo abad de los monjes negros, que con el tiempo fue llamado Pedro el Venerable, tuvo de pronto la difícil tarea de gestionar los más de mil quinientos monasterios e iglesias dependientes de Cluny, así como de tratar con el poderoso rival cisterciense, personificado en Bernardo de Claraval. Debido al interregno, la respuesta de Pedro el Venerable a Bernardo se hizo esperar cinco años. La carta, que comienza amistosamente, se desarrolla en seguida en forma de agresivo contraataque:
‘¡Oh, nueva raza de fariseos! ¡He aquí que habéis vuelto al mundo! Los que se ponen así fuera del común y se elevan por encima de todos los demás… ¡Vosotros los santos, vosotros los singulares, vosotros los únicos verdaderos monjes en todo el universo!’
Entonces, Bernardo escribe su famosa ‘Apología’, dirigida indirectamente a Pedro el Venerable, a fin de zanjar las disputas pero a la vez mantenerse firme en su postura. Bernardo utiliza a su amigo, el entonces cluniacense Guillermo de Saint-Thierry, de destinatario. Léase como ejemplo:
‘Escúchame. Por aquello que dice el Apóstol: Porque todo está permitido, pero no todo conviene. No precisamente porque no sea una Orden noble y santa, sino porque yo era carnal y vendido al pecado; me sentía tan débil, que necesitaba una poción medicinal más fuerte. A las diversas enfermedades corresponden diversos remedios, y cuanto más fuertes sean ellas, éstos han de ser más eficaces.’
El aporte intelectual de Bernardo es tomado hoy únicamente como ‘mística’, y no sin razones, pero comportaba toda una filosofía vital que fácilmente puede verse como un sistema organizado. Bernardo se basa – aunque no únicamente – en la más pura tradición benedictina. Uno de los debates que sostuvieron cluniacenses y cistercienses en el siglo XII fue el siguiente: ¿hay que seguir la Regla al pie de la letra o basta interpretarla y extraer de ella su espíritu? Para Pedro el Venerable era inútil ceñirse al pie de la letra a la Regla de san Benito, pues concebía que ésta fue escrita en el siglo VI, y que la labor de los abades del siglo XII era conservar su espíritu, aunque no se pudiesen seguir todas sus indicaciones. Para Bernardo, en cambio, el espíritu radicaba precisamente en seguir con fidelidad la vieja Regla, pues el mundo monástico se había empobrecido tanto que hacía falta volver a la Regla para recuperar el espíritu.
El camino a seguir se basaba en la humildad. Bernardo parte de la idea de que el hombre es desemejante con Dios, así que solo a través de la ‘caridad’ puede resurgir de su naturaleza caída a través del pecado original. El claustro es la ‘escuela de la caridad’. Benito de Nursia, en el capítulo séptimo de su Regla, habla de los doce escalones hacia Dios: ‘La escalera erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo.’ Este es el camino de la humildad y la paradoja de la espiritualidad benedictina: para ascender hacia Dios, tenemos que descender en nosotros mismos.
Los monjes vivirían como una familia en torno a su Abad, al que deben obediencia. Como dejó escrito san Benito: ‘La obediencia debe ser sin retraso, sin lentitud, sin tristeza.’ Tres son pues las disposiciones esenciales que deben caracterizar al benedictino: fe, humildad y obediencia. Fe para creer en lo invisible; obediencia para ser dóciles como corderos; humildad como estilo de vida, una actitud que debe llevar siempre el monje, como el hábito sobre su cuerpo. Además, la vida del monje debía regirse por el ora et labora, y aquí radica otra de las críticas del movimiento reformista hacia Cluny.
El padre Abad mantiene unida a la familia, mostrando ‘ora el rigor de un maestro, ora el afecto de un padre’. Hay otros papeles importantes que desempeñan otros monjes, desde el maestro de novicios hasta el mayordomo, todos ellos bien descritos por san Benito en su Regla, pero ninguno tan importante como el abad. El resto deben mostrarse ante él como niños, se anulan como individuos en la familia, en la orden, en una minoría de edad consentida.
Todo se basaba en ordenar al máximo la vida corporal para atender solo a la espiritual. Además, dentro de su benedictinismo, esta vida debía ser cenobítica: el abad como padre espiritual y los hermanos viviendo en comunidad y ayudándose en su camino hacia Dios. La estética de una abadía, para Bernardo, debía ser sobria, sin estorbos que puedan distraer al monje de su oración con Dios. En el enfrentamiento de misivas cruzadas entre el abad de Claraval y el de Cluny, no deja de ocupar un importante lugar el ámbito estético. Bernardo atacó con vehemencia el arte románico, así como el arte de las miniaturas en los códices. Umberto Eco, en su recomendable ensayo ‘Arte y belleza en la estética medieval’, señala cómo la sensibilidad de Bernardo generó escritos ambiguos en los que, a la vez que cargaba contra la imaginación artística, no dejaba de manifestar emoción ante ella:
‘[Nosotros] lo tenemos todo por basura. Todo lo que atrae por su belleza, lo que agrada por su sonoridad, lo que embriaga por su perfume, lo que halaga por su sabor, lo que deleita por su tacto (...) No me refiero a las moles inmensas de los oratorios, a su desmesurada largura e innecesaria anchura, ni a la suntuosidad de sus pulimentadas ornamentaciones y de sus originales pinturas, que atraen la atención de los que allí van a orar (…) Pero en los capiteles de los claustros, donde los hermanos hacen su lectura, ¿qué razón tienen tantos monstruos ridículos, tanta belleza deforme y tanta deformidad artística? Esos monos inmundos, esos fieros leones, esos horribles centauros...'
Si han leído ‘El nombre de la rosa’, novela que traigo una vez más a esta serie de entradas, descubrirán en este discurso de Bernardo de Claraval que Eco se inspiró en él para el personaje de Jorge de Burgos, viejo bibliotecario castellano al que además hizo ciego, como su adorado Borges, del que también toma el nombre. Que Jorge de Burgos es la máscara del auténtico Bernardo de Claraval resulta obvio tanto por sus discursos como porque Eco lo hace explícito en cierto momento, al hacer decir a Jorge que san Bernardo tenía razón frente a los sabios de su propia orden. Su obsesión contra la risa es una lectura literal del décimo grado de humildad en la escalera hacia el cielo de san Benito, pues 'el necio se ríe estrepitosamente'. Con su habitual juego de referencias, Eco pone en boca de Jorge directamente a Bernardo, en su primera conversación con Guillermo de Baskerville:
'- Pero el Areopagita enseña - dijo con humildad Guillermo - que Dios sólo puede ser nombrado a través de las cosas más deformes. Y Hugue de Saint Victor nos recordaba que cuanto más disímil es la comparación, mejor se revela la verdad bajo el velo de figuras horribles e indecorosas, y menos se place la imaginación en el goce carnal (...)
-¡Conozco ese argumento! Y admito con vergüenza que ha sido el argumento fundamental de nuestra orden en la época en que los abades cluniacenses luchaban con los cistercienses. Pero San Bernardo tenía razón: poco a poco el hombre que representa monstruos y portentos de la naturaleza para realzar las cosas de Dios per speculum et in aenigmate se aficiona a la naturaleza misma de las monstruosidades que crea y se deleita en ellas y por ellas y acaba viendo sólo a través de ellas (...) ¿Qué significan esas monstruosidades ridículas, esas hermosuras deformes y esas deformidades hermosas? (...) Esos monos sórdidos. Esos leones, esos centauros....'
Umberto Eco, El nombre de la rosa.
En las muchas convulsiones de la Iglesia medieval la disputa entre el orden secular y el regular ocupan un lugar especial. El Papado veía en estas órdenes un rival en su dominio universal del pensamiento y viceversa. En el caso de éstas frente a aquel, sometido a la venalidad política del momento, solían ser creadas y mantenidas por grandes figuras, caso de Bernardo de Claraval, Benito de Nuria, Francisco de Asís obviamente, etc... Las órdenes son la manifestación fisica de las necesidades reformistas en la propia iglesia para evitar el anquilosamiento de la institución y su consolidación universal en Occidente. En cada momento adopta una vertiente purista como rechazo a lo que considera la degradación anterior haciendo hincapié en algún aspecto: la doctrina, la vida monacal en sí o la relación con otros estamentos. Ciertamente Bernardo de Claraval tiene una visión tradicionalista y poco adecuada al tiempo en que está surgiendo una cultura urbana desde las catedrales y las sedes episcopales.
ResponderEliminarSaludos
Ya sabes que los cristianos dicen de ese tipo de figuras individuales que poseen ''carisma'' (entendido al modo religioso), aunque suelen descontextualizarlo de su lugar y tiempo. Otros hablan de movimientos verticales que de tanto vivifican la Iglesia, frente a la horizontalidad de la doctrina oficial. Como bien dices, en cada contexto histórico esas demandas han ido en una u otra dirección.
EliminarEs curioso cómo circunstancias contingentes hicieron que algunos heterodoxos (fuesen reformistas críticos o simples versos sueltos) terminaran integrados en la historia de la institución y su doctrina oficial, cuando fácilmente pudieron haber sido olvidados o dejados como herejes: el mismo Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz... Todos ellos fueron sospechosos para el aparato en algún momento, y luego formaron parte del canon.
Por otro lado, incluso cuando hay ansia reformista desde la institución, ésta tiene su propio ritmo, y los movimientos desde abajo suelen adelantarse. Probablemente no habría existido el Císter si ciertas reformas cluniacenses, que terminaron haciéndose, hubieran llegado antes. Si Trento se hubiera adelantado, quizá el luteranismo, y por ende el protestantismo, no habría existido, o no en aquel momento. Son contrafácticos, así que tiene poco sentido intentar contestar a esto.
Gracias por el comentario.
Un poco largo pero maravilloso escrito
ResponderEliminarUn saludo desde la playa y las olas del mar
Muchas gracias, Recomenzar. Aquí desde el norte frío y lluvioso se aprecia ese saludo playero.
EliminarPienso como tú, el escrito es muy largo para el formato de blog; he querido acortarlo, pero no podía resistirme a dejar los fragmentos citados.
Muy interesante tu acercamiento a San Bernardo, personaje demasiado complejo y que a mí se me amontona un poco. Las vidas de santos, género fantástico donde lo haya, confunden demasiado para acercase al personaje.
ResponderEliminarEn la Edad Media política y religión son lo mismo, el afán de poder se disfraza de fe, la ciudad de Dios asfixia a la ciudad humana.
El poder de la palabra, de la oratoria, es otra cosa que llama la atención y sobre la que cimienta parte de su autoridad, como San Vicente Ferrer. Lo de magnificar su ascetismo gracias a su red social me parece una observación muy interesante.
Bernardo es el religioso noble que domina la vida de la sociedad, principal objetivo de la iglesia en cualquier época, el control total. Eso es la santidad.
Muy apropiada la referencia a Vicente Ferrer, que en el siglo XIV causó sensación con sus predicaciones apocalípticas desde el Levante hasta Castilla. A mí también me llaman la atención este tipo de fenómenos, distintos en cada contexto.
EliminarEs verdad que la religión y la política se han hermanado muy bien. En particular, los estudios de obispos y la historia de los papas es pura historia política. Y claro, la santidad es la distinción que realiza la institución a determinados personajes con una finalidad concreta. Luego, cada caso es un mundo, por supuesto, habiendo santos de vida muy interesante y otros tantos que fueron bendecidos con la aureola por motivos muy convencionales, como tantos papas en el pasado.
Como sabrás, a finales del siglo pasado, Juan Pablo II, uno de los papas que mejor emplearon la comunicación política en su tiempo, en un giro abiertamente conservador que rechazaba el Concilio Vaticano II, a la vez que se oponía a determinados obispos hispanoamericanos, se acercó mucho al Opus Dei en España, tanto que Escrivá de Balaguer ha sido canonizado en tiempo récord.
Gracias por el comentario. Un saludo.