Aquella tarde, el viejo Esteban Harding no daba crédito a lo que veía: treinta jinetes llegaron sin aviso, esperando ser recibidos. La abadía de Citeaux se levantaba en malas tierras, un verdadero cenagal, caldo de malaria; los edificios de madera, construidos con pocas manos, y no en menor medida con las del propio Harding, debían ahuyentar a los recién llegados; y allí estaban ellos, dispuestos a quedarse. ¿Qué significaba aquella mísera abadía? Raymond nos lo narró en su novela ‘Tres monjes rebeldes’, pero a pesar de sus méritos, el romántico relato del padre Raymond es la voz de un monje cisterciense contemporáneo, y es inevitablemente parcial. Para entender qué significaba aquella abadía, y el porqué de la visita inesperada, así como ciertos sucesos posteriores, conviene dar un rápido repaso a algunos vaivenes políticos de la reforma religiosa medieval.
Cuando hablamos de la larga época de la 'reforma' no solo nos referimos al proyecto reformador del papado, sino a la idea de reforma religiosa que se pretendía en muy diversos lugares de la cristiandad, desde abajo. Se trató de una serie de críticas que fueron fraguándose lentamente, denunciando la contaminación que llegaba del mundo laico, a través de intereses económicos y políticos de diversa índole. Durante la Alta Edad Media, a veces no se distinguía una iglesia de un monasterio, y los modos de vida de sus miembros dependían caóticamente de las costumbres de cada lugar; la nobleza se inmiscuía en los sínodos y tenía tanta voz como los miembros eclesiásticos; la proliferación de iglesias privadas y de obispos simoníacos o investidos por laicos solo eran penosas manifestaciones de que la Iglesia no funcionaba como era debido: necesitaba independencia y ejemplaridad. Los abades eran, a efectos prácticos, señores feudales; los obispados se compraban y vendían al mejor postor; el clero no respetaba en absoluto el voto de castidad y se comportaba como el resto de la sociedad laica, dependiendo de su condición o sus posibilidades. En pocas palabras, nadie se tomaba en serio a la Iglesia como institución. Esta situación la condenaba a difuminarse poco a poco o bien realizar cambios profundos. Así pues, la idea de reforma nació desde dos perspectivas, en principio relacionadas entre sí: una reforma moral del clero, por un lado, y un restablecimiento de la Iglesia como institución.
Borgoña y Lorena eran regiones que habían sufrido mucha violencia, y quizá por eso allí surgió la primera materialización de los deseos reformadores, gracias al empuje de nobles devotos, primero con la fundación de Cluny (910) en Borgoña y enseguida con Brogne (914) en Lorena. Ambas propiciaron una creación en cadena de abadías, con poder para mantener cada vez mayor independencia de los obispos. Cluny, que en aquel entonces aún no tenía la enorme influencia que tendría cien años después, fue creando una red dependiente de la casa madre, hacia el oeste y el sur; el movimiento de Lorena se centró en las tierras germanas y dio un gran paso en Colonia.
¿Qué postura defendía el papado? En un principio, seguía encerrado en sí mismo y quizá en el periodo más oscuro de su historia. El obispado de Roma se había convertido, ya desde el siglo IX, en patrimonio de las distintas familias de la aristocracia romana, hasta el punto de que se suele llamar a esta época la de la 'pornocracia papal', por la influencia de Teodora, y luego Marozia, en el nombramiento de los papas del siglo X. Fuese quien fuese el causante, ser primado de san Pedro se estaba convirtiendo en un oficio peligroso. Lo cierto, dejando las peores habladurías de lado, es que la sede doblemente apostólica no desempeñaba ninguna función práctica en la Cristiandad. Habían sido primero los Otónidas quienes intervinieron para intentar salvar a Roma de sí misma, no por espíritu reformador, sino por sus intereses obvios en la península itálica. Se podría decir, por tanto, que la reforma era un movimiento de vanguardia, completamente externo al papado. Y aunque hubo papas que simpatizaron con dicho movimiento, tenían las manos atadas, por su dependencia completa de la aristocracia romana.
Tras un lento desarrollo de acontecimientos, en los que llegó a haber virtualmente tres papas en Roma, con la consiguiente pelea entre facciones, a mediados del siglo XI el emperador Enrique III rompió con el modelo imperante al hacerse cargo de la situación y nombrar al primero de los papas germanos que comenzarían la verdadera reforma del papado. Con León IX (1049-1054) el papado intentó resurgir de sus cenizas para formar una nueva fuerza política independiente de la aristocracia romana. Apoyado por Cluny, el obispo de Roma empezaba a existir realmente para la Cristiandad como patriarca de Occidente, aunque también empezó a cambiar de forma inevitable la naturaleza de la reforma: ya no se trataba de buscar la erradicación de los malos hábitos del clero, sino que había que afianzar cada vez más la autoridad papal. Este aumento de la autoridad, unido a sus nuevas pretensiones - que ocasionaron problemas con el patriarca de Constantinopla, con el consiguiente cisma - propiciaron la forja y reformulación del Derecho canónico, que puso un especial énfasis en el poder del papa.
No quiero extenderme demasiado, así que daremos un salto para llegar de una vez al controvertido Hildebrando, conocido por Gregorio VII (1073 - 1085), el papa que da nombre a la llamada 'reforma gregoriana'. A pesar de ese nombre, y a pesar también del conocido episodio de la humillación de Canossa que sufrió el emperador Enrique IV, hoy hay un consenso historiográfico unánime para quitar hierro al poder del papa Gregorio en su tiempo. Sí podemos afirmar que aquel supuso un 'punto de inflexión en la historia del Papado medieval', citando a Geoffrey Barraclough en su clásico ensayo, pero la verdadera repercusión fue posterior a su muerte. Gregorio VII tuvo que enfrentarse a problemas internos y externos, y dado su difícil carácter, fue ganándose enemigos hasta el final de su pontificado; sosteniendo unas ideas demasiado radicales, fue muy poco diplomático al intentar imponerlas. Los ‘Dictatus Papae’ se centraban en definir la primacía del poder papal sobre los poderes laicos, justificado todo ello en la historia de la Santa Sede como baluarte de la Iglesia, y del papa como vicario de San Pedro, o incluso del mismo Cristo. Cabe mencionar que se utilizó para ello una de las falsificaciones más eficaces de la Historia, como fue la ‘Donación de Constantino’. En todo caso, en sus disposiciones tampoco había ninguna referencia al problema de la corrupción del clero, asunto que, sin embargo, había sido de especial relevancia en los focos reformadores externos al papado. La novedad del pensamiento gregoriano era buscar la jefatura papal en la dirección de la Cristiandad.
En realidad, más que en el papado, el centro gravitacional del poder religioso del siglo XI estaba en la abadía de Cluny, en Borgoña. Si quieren verlo con un ejemplo cercano, piensen que la monarquía leonesa mantuvo una fuerte alianza con Cluny desde que se instauró la dinastía Jimena. Cuando el papa Gregorio VII envió a Alfonso VI de León los ‘Dictatus Papae’, la respuesta de éste fue ignorarle por completo. Alfonso, cuya importancia ha sido eclipsada en la memoria colectiva por Rodrigo Díaz de Vivar, el Campeador, jugó bien sus cartas para tener los mejores apoyos al norte de los Pirineos, manteniendo larga correspondencia con el abad Hugo de Cluny, que fue quien realmente intercedió en las maniobras con el papado y el Imperio: desde las relaciones políticas hasta la instauración de la liturgia romana (que en nuestras tierras sustituyó a la mozárabe) y la difusión del arte románico en Europa. En el caso del inteligente Alfonso VI, Cluny fue un aliado clave para legitimar sus aspiraciones frente a otros reinos ibéricos, considerándole diplomáticamente el ‘Imperator totius Hispaniae’ y manteniendo esta memoria en el siguiente siglo, cuando la guerra entre León y Castilla impondría un aparato de propaganda adecuado por parte de ambos reinos. Cluny tenía sus propios intereses, y así fue expandiendo su área de influencia en los reinos occidentales.
El siguiente papa significativo fue Urbano II (1088 - 1099), noble francés que había sido monje cluniacense, por lo que tenía conocimientos varios de diplomacia y administración que fueron muy útiles para la labor que desempeñó; por otro lado, su personalidad en nada se parecía a la del brusco Hildebrando. Este papa supone otro punto de inflexión, porque acabó de construir los cimientos del gobierno papal, al crear un sistema administrativo que llevaría a la centralización progresiva de la política eclesial; además, impulsó la Primera Cruzada, considerada la política exterior del papado reformado. De algún modo, usando la terminología de Jose Ángel García de Cortázar, se estaba creando la 'Iglesia-institución', dentro de la 'Iglesia-comunidad'.
Ya ven que hemos comenzado hablando de un clima reformista en el ámbito moral y religioso y hemos terminado en asuntos geopolíticos; ambas vertientes reformistas coexistieron. Las aspiraciones religiosas fueron defendidas desde abajo por ciertas voces del clero monástico, a la par que los abades y papas rivalizaban por el poder político.
¿Y qué pasaba en la vanguardia reformista? Quizá porque la sombra de la magnífica abadía de Cluny era alargada, cada vez eran más los monjes cultivados que decían buscar un mayor ascetismo, alejándose de las vanidades del mundo. El ambiente era propicio para que fuera surgiendo una nueva oleada de eremitismo que buscaba la tan añorada soledad monástica. Nos interesan las críticas que se dejaban oír al respecto, como la de Jeannelin: ‘[los abades] se han hecho más ricos que los obispos’ o los poemas satíricos que circulaban en Francia sobre caballeros que, cansados de su vida guerrera, se retiraban a un monasterio para disfrutar tranquilamente el resto de sus días.
Un personaje paradigmático de esta mentalidad fue Bruno de Colonia, fundador de la orden de los Cartujos. Bruno era maestro en Reims cuando decidió encauzarse hacia una rigurosa vida monástica. La vida en las abadías benedictinas no le complacía lo suficiente, así que acabó retirándose con otros compañeros al macizo de La Chartreuse, bajo la protección del obispo Hugo de Grenoble. Pero nos interesa más Roberto de Molesmes (1028-1111), abad benedictino de noble linaje. No es casual que su vida se cruzara con la de Bruno, antes de que éste iniciase la Cartuja: ellos, y muchos otros, compartían la misma mentalidad y procedían del mismo caldo de cultivo. El ideal de Roberto tropezaba en un escollo: ¿es posible mantener una abadía de acuerdo con la Regla de San Benito? Y es que ninguna abadía benedictina de la Cristiandad seguía la Regla de su fundador: los monjes tenían un ejército de siervos que trabajaba para ellos; otros estaban constantemente viajando, encargándose de asuntos de índole mundana.
Roberto dedicó toda su vida a intentar reformar los distintos monasterios en los que tropezó hacia una forma de vida más estricta, más fiel a la Regla. Al fin, en 1098, tras muchos fracasos, el decidido Roberto de Molesmes, junto con su mano derecha, Esteban Harding y unos cuantos monjes, pudieron levantar con sus propias manos una abadía en malas tierras, el cenagal lleno de mosquitos del que hablábamos al principio. El lugar, ubicado en Borgoña, cobró fama por la dura vida que llevaban sus monjes y, pocos años después de su fundación, quedando Harding al mando, llegaron a caballo esos treinta jinetes (que igual fueron menos) liderados por un joven que había logrado convencer a ese tropel de hermanos, primos y amigos para la causa. Aquel joven era Bernardo de Fontaine.
Saludos, Rodión. Un placer leer artículos tan documentados y amenos. Comento los dos últimos del tirón.
ResponderEliminarLo primero es el concepto de edad media como periodo de estancamiento y retroceso de la civilización. Yo pensaba que si le época antigua no hubiera colapsado y mantenido su continuidad, el avance de la civilización hubiera sido mayor, no hubieramos estado mil años dando vueltas para volver a la casilla de salida. Ahora no lo veo así. En la alta edad media el retroceso es claro, luego el avance se produce en parte sobre nuevas bases impregnadas de catolicismo, usos germanos, recuperación de saberes clásicos y creaciones propias de la época. Y hoy somos como somos gracias a esa época oscura.
Otro asunto es la coexistencia de los poderes nobiliarios, reales y papales. Desde el punto de vista moderno nos parece intolerable las pretensiones terrenales de la Iglesia, pero que el poder no estuviera en una sola instancia evitaba ciertos abusos y obligaba a negociar.
Gracias por refrescarme el temario de las universidades medievales. De aquella la separación entre letras y ciencias no se había llevado a cabo, planteamiento que hoy muchos de carreras técnicas deberían recordar.
Estoy metido en una novela que transcurre en parte en le edad media, gracias por la simbología del laberinto, es muy sugerente y me puede ser de utilidad. Como te decía, ahora veo esa etapa como generadora y con gran poder de evocación.
Antes de nada, Chafardero, ¡gracias! Me honras con tu comentario y te deseo suerte con esa novela.
EliminarEfectivamente, la modernidad debe mucho a la época medieval. Por supuesto, ha habido avances y revoluciones varias, pero también una continuidad que en otra época se negaba, borrando de un plumazo mil años de historia para situar el Renacimiento moderno como una especie de creación ex nihilo.
Estoy muy acuerdo con lo que dices respecto a que la multiplicidad de poderes siempre ha ejercido de dique frente a los abusos. Antes de los Estados modernos, en la Edad Media, había mucha variedad de fuerzas: por ejemplo, en nuestros lares, los judíos en general vivían mejor en las ciudades controladas por los monarcas, había feudos pertenecientes a señores, otros a los obispos y abades... Que la Iglesia tuviese fuerza pudo provocar efectos que hoy consideraríamos negativos, pero también otros muchos positivos en la vida de la gente corriente.
Impresionante lección de historia.
ResponderEliminarSiempre he sentido que la Edad Media fue una época terrible. De pequeña me daba verdadero miedo, supongo que a causa de las imágenes de alguna película que vi, en la que todo era barro, suciedad, enfermedad, pobreza y muertes crueles. Me parecía tristísimo todo, y compadecía a quienes vivieron entonces. Una vez un profesor dijo que la Edad Media fue "una época hermosa", así que imagínate mi desconcierto.
Pero luego, leyendo textos como esta entrada, tengo que admitir que fue una época no "hermosa" pero sí apasionante. Y desde luego con personajes "secundarios", para mí desconocidos, quizá más interesantes que otros más renombrados.
Quedo intrigada y a la espera de ver qué pasa con ese Bernardo de Fontaine y sus treinta amigos, como al final de los episodios de las buenas series ;)
Saludos.
Creo que lo explicas muy bien, Ángeles. A mí también me resulta una época apasionante. Decía Le Goff, un conocido medievalista francés, que aquella época fue la infancia de Europa. Y eso si miramos solo a Europa.
EliminarCon este periodo, hablamos de unos mil años de historia, así que no fue solo una época sino muchas. Diría que la ficción se ha centrado muchas veces en ambientar algo parecido al siglo XIV, que podemos decir que fue horrible, con la crisis económica, la guerra, el hambre y la peste. Por contraste, la imagen que ha transmitido el cine clásico del siglo XVII, por ejemplo, ha sido más luminoso, y sin embargo aquel siglo sufrió mucha violencia, guerra y fanatismo religioso, con algunas tendencias (como la caza de brujas) que el imaginario colectivo asocia más a la Edad Media.
Suscribo también lo que dices de los personajes secundarios. Seguro que ha habido miles de vidas interesantes que ignoramos por completo, aunque en muchos casos no protagonizasen los conflictos políticos de su tiempo: mujeres invisibles, personas desfavorecidas...
Gracias por tu comentario.
Los que hemos tenido la suerte, o la desgracia, de hacer la carrera de historia siempre acabamos subyugados por la Edad Media aunque nuestros propósitos iniciales fueran muy diferentes.
ResponderEliminarNuestro manual de referencia era el de Fernando García de Cortázar que aunque fue catedrático en mi universidad no tuve la suerte de asistir a sus clases.
Por entonces, me llamaba mucho la atención esa lucha interminable entre el Imperio y el Papado para hacerse con el poder en Europa Occidental. Lo cierto es que dejando a un lado a Bizancio, era una lucha por la herencia de Roma para justificar una continuidad histórica con el pasado. Era una atribución ficticia, aunque tenía sentido ya que la Iglesia fue lo único que permaneció estable con la disolución del mundo clásico y ahora había otros aspirantes en el tablero: Carlomagno, Otón y sus sucesores.
Dentro de la Iglesia, sometida a mil vaivenes, las corrientes reformadores eran lógicas, solo la globalización de su discurso podían permitir que no se fragmentado. Los benedictinos, Cluny o el Cister eran una garantía en tiempos tan quebrados a ellos hay que unir la importancia del Camino de Santiago cómo elemento propagandístico y de unidad como las mismas Cruzadas ya que un enemigo exterior unifica a los bandos en una causa común.
Gracias por tu documentado texto, da para mucho reflexión y entendimiento sobre la condición humana. Luego dirán que la historia es una materia menor. En fin...
Saludos
¿Así que estudiaste Historia, Doctor? ¡Una suerte! De desgracia y de materia menor nada. Yo me licencié en filosofía, que suele tomarse aún a menos en la enseñanza, así que sé de lo que hablas. Pero, como siempre me ha apasionado la historia, me dio por realizar un máster de historia medieval que en su momento organizaban conjuntamente varias universidades de Castilla y León (y aunque soy vasco, allá que fui, a la aventura), y fue una experiencia que nunca olvidaré, tanto en lo estudiantil como en lo personal, porque tuve compadres geniales.
EliminarGracias a ti por el interesante comentario y las reflexiones, que enriquecen la entrada. El Camino de Santiago, ya que lo nombras, tiene una historia fascinante y es un ejemplo perfecto de cómo una buena propaganda puede tener tremendas consecuencias. Me intriga el caso del arzobispo Gelmírez, que conocí a través de la Historia Compostelana: sus maquinaciones darían para más de una película. Como dices, la Historia nos enseña mucho más que fechas y datos. Una sociedad sin memoria está condenada.
Un saludo.
José Ángel García de Cortázar, no Fernando. Este es un historiador de Contemporánea muy poco interesante.
ResponderEliminarMe consta que su manual de Historia Medieval sigue usándose en las universidades, entre otros. Yo tengo otro manual suyo, la 'Historia religiosa del Occidente medieval', bastante recomendable.
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