domingo, 22 de mayo de 2022

De crampones y cordadas

Grabado de Edward Whimper.

 La historia del alpinismo nos ofrece relatos dramáticos, testimonios de accidentes mortales en torno a la consecución de marcas que no significan nada para las personas ajenas a la alta montaña. Los dramas humanos conforman una crónica negra, no exenta en ocasiones de épica y sacrificio, aunque también de errores más o menos evitables. Frente a ello, es natural la indignación de tantas voces que hablan en nombre de esa cosa llamada sentido común. ¿Merece la pena arriesgarse por subir una montaña? Algo tan absurdo e inútil. Poco puede decirse para convencer de lo contrario al que eso cree, y esta entrada no pretende intentarlo. Lo que sí haremos será comentar tres libros, muy alejados en el tiempo, que tienen en común haber sido escritos por protagonistas de retos alpinos. Aprovecharemos de paso para bosquejar un discreto recorrido a la historia de esta disciplina, o más bien una muy pequeña parte de ella.

Comencemos situándonos en la época victoriana. Los ingleses que viajaban a los inhóspitos pueblos alpinos se veían como caballeros civilizados que gustosamente compartían techo con gentes toscas y supersticiosas. Durante la temporada estival, el alpinismo comenzaba a ser un negocio en algunas aldeas, si bien aún estamos en una época primigenia para esta actividad. Los que la practicaban eran excéntricos extranjeros que, buscando aventuras emocionantes, no podían costearse un safari por África. 

Pero Edward Whymper no estaba en el mismo escalafón social que el resto de sus compatriotas con botas de clavos, quienes conformarían el Alpine Club. Whymper era dibujante y grabador de oficio, hijo de humildes artesanos, así que fue una de aquellas personas, como suele decirse, hechas a sí mismas. Como súbdito británico de segunda clase, cuando nuestro hombre emprendió su primer viaje a los Alpes no fue para subir montañas, sino para realizar una serie de dibujos por encargo. Whymper tenía apenas veinte años en aquel entonces, pero a pesar de su desconocimiento acerca de los métodos alpinos, probó a realizar algunas ascensiones y pronto se dio cuenta de una cosa: podía superar fácilmente a los más habilidosos alpinistas ingleses. Entonces comenzó su periplo en los Alpes no ya como dibujante, sino como conquistador de cimas.

Sabrán también que era el último pico alpino que permanecía sin conquistar, menos por la dificultad de la ascensión que por el terror que inspiraba su apariencia invencible (...) se suponía que existían espíritus y genios invisibles, como el Judío Errante y las almas de los condenados. Los supersticiosos habitantes de los valles contiguos (muchos de los cuales no solo creían que era la montaña más alta de los Alpes, sino del mundo entero) hablaban de una ciudad en ruinas sobre su cima, donde moraban los espíritus.

El Matterhorn o Cervino es la más emblemática montaña de los Alpes, a caballo entre Suiza e Italia, hoy examen de reválida para muchos alpinistas. Cuatro mil metros y medio de considerable dificultad y admirable presencia. Y logo de la chocolatina Toblerone, para más señas. En 'La conquista del Cervino' (1880), Edward Whymper relata la primera ascensión a la montaña, así como algunos intentos previos. Si tuviera que resumir la obra en una sola frase, diría que se trata de la historia de una ambición. Hay personas que proyectan su alma en un objetivo fijo, y este fue el caso de Whymper, hombre determinado a lograr sus metas. Y las consiguió, aunque el suyo fue un éxito amargo, por cobrarse varias vidas. Estamos en la época del alpinismo de conquista, y en aquel entonces el Cervino era la única cota de los Alpes que quedaba por hollar. 


Grabado de Edward Whymper.


El libro ofrece bastantes consejos prácticos, si bien hoy en día más que superados. Nuestro autor era intrépido, pero a la vez atento a las medidas de seguridad que debían tomarse en las altas montañas. En aquella época los montañeros se ataban la cuerda a la cintura, sin una buena sujeción, y tampoco usaban reuniones ni técnicas sencillas de cordada. Pero si tuviéramos que comentar todas las imprudencias y malas prácticas relatadas en el libro, todavía por ignorancia, agotaríamos el espacio destinado a esta entrada. Si a esto le sumamos que los guías nativos concedían mucha importancia a una reputación mal entendida, y en ocasiones se negaban a encordarse para evitar que sus compañeros pudieran reírse de ellos, el resultado sería la escena bíblica del ciego que guía a otros ciegos, para caerse todos en alguna grieta o barranco.

En suma, Whymper quiso dejar constancia de su lucha y a la vez justificarse ante el mundo, pues parafraseando a Plinio el joven, 'es una costumbre injusta, pero habitual, ensalzar o censurar propósitos (que en sí mismos pueden ser buenos o malos) según resulten bien o mal. De aquí que las mismas acciones sean a veces atribuidas al mérito y otras a la vanidad'. 

La conquista del Cervino es un clásico del género, fuente de jugosas curiosidades, pero no lo recomendaría a quien no estuviera especialmente interesado en la historia del alpinismo. Whymper dedica demasiado espacio a describir viejas rutas y logros que no interesarán al común de los lectores. A nivel literario, tampoco explota la historia que cuenta - hubiera sido tentador dar más espacio a la rivalidad entre el autor y Jean-Antoine Carrel, cazador italiano y excelente escalador nativo - ni mantiene un ritmo regular que agilice la narración, habiendo pasajes de mayor interés que otros. Este libro no es ni una crónica, ni una novela ni un tratado alpino, sino una suerte de autobiografía centrada en la obsesión por una montaña. El hombre nunca dejó de sufrir por lo que le achacaron, aunque tampoco se arrepintió.

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Avanzamos en el tiempo. Corría la década de 1930 y el mundo alpino vibraba ante el mayor de los retos: tomar por asalto la inexpugnable Cara Norte del Eiger, en los Alpes Suizos, un monte disputado por diversas nacionalidades en una época de gran competitividad, en los años previos a la II Guerra Mundial. La Norte del Ogro era por entonces el último problema del alpinismo, la última ascensión importante que quedaba por realizar. Por otras rutas, la cima del Eiger (3970 m.) no planteaba mayor dificultad, pero esa Cara Norte se antojaba imposible. La dificultad extrema está a la vista de cualquiera, y les sugiero que, si no lo conocen, busquen alguna fotografía en internet. A la complicación natural de ser una cara norte hay que sumarle una sombría vertical helada de kilómetro y medio sin concesiones, cuya concavidad atrapa todas las tormentas que llegan a los Alpes, creando un microclima de oscuridad y muerte. 

Quien se aventurase allí, aventuraba su vida.



'No puedo más', fueron sus últimas palabras. Si las fotografías hablasen, esta gritaría. La muerte del alegre Toni Kurtz, de veintitrés años, fue uno de los episodios más dramáticos de esa crónica negra del alpinismo, una resistencia heroica que duró varios días. Kurtz, que había salvado tantas vidas en la montaña, luchaba ahora por la suya propia, muertos ya sus tres compañeros en la Pared Norte. Los guías solo pudieron contemplarlo muy cerca de ellos, sin poder alcanzarlo. La más descarnada lucha por la vida, centímetro a centímetro de cuerda, día y noche. Demasiado pidió la montaña a Toni y demasiado aguantó este. Heinrich Harrer lo narra con emoción en un pasaje muy corto, apenas trece o catorce páginas, las más famosas del segundo libro que hoy les traigo.

'La araña blanca' (1959) es una crónica de las primeras ascensiones a la Cara Norte del Eiger, escrita por el montañero y escritor Heinrich Harrer, que fuera miembro del primer grupo que la ascendió con éxito. Aunque popularmente pueda ser más conocido por su otra obra autobiográfica, 'Siete años en el Tíbet', llevada al cine en los años noventa, fue 'La araña blanca' el libro preferido de los alpinistas durante el pasado siglo. Convertido hoy en uno de los grandes clásicos del género, es también un alegato sobre los valores del alpinismo, texto clave tanto para los aficionados como para todo aquel que sienta curiosidad por entender por qué tantos jóvenes han asumido empresas tan peligrosas y con premios tan intangibles como la mera satisfacción personal. 

'Yo admiro el amor por la montaña, por la naturaleza; un amor que para mí siempre ha sido lo más natural del mundo durante todas mis escaladas, algo que disfrutaba y respetaba, algo que nunca intenté someter ni vencer. Y así llega el día en el que uno se da cuenta de que el camino hacia la cima queda grabado tan gratamente como la propia cima. ¿No es ese lado inexpugnable, indomable, que posee la naturaleza, lo que fascina al ser humano una y otra vez?'
Kurtz, Hinterstoisser y la cordada austriaca no fueron los primeros en intentar la Norte del Eiger, pues en 1935 ya lo habían intentado otros dos buenos escaladores bávaros, Sedelmayr y Mehringer, que murieron antes de alcanzar la mitad del recorrido, en un punto que desde entonces se conoce como ''Vivac de la muerte''. Y poco antes del intento de Hinterstoisser y Kurtz murió otro más. Luego fueron ya siete. Aquellas muertes, lejos de ahuyentar a las jóvenes promesas de aquella Pared Norte, provocaron un efecto llamada de periodistas y personajes varios. Frente a aquella avalancha de mentecatos y bocazas chulescos que atraían a la prensa anunciando a los cuatro vientos que estaban estudiando la pared asesina, Heinrich Harrer, contrapone la figura de lo que considera que es el verdadero alpinista, en su admirado Anderl Heckmair:

Llegaron a Alpinglen y a Kleine Scheidegg como todos los verdaderos alpinistas: silenciosos, sin llamar la atención, casi en secreto. Inspeccionaron la pared, practicaron algunas pruebas en ella y regresaron después de haberla examinado (...) Heckmair seguía ocultando su nombre a cualquier periodista curioso.

 

Anderl Heckmair en la Pared Norte del Eiger, 1938.

 Si las circunstancias eran favorables para la prensa y el sensacionalismo, no lo veían así personas como Heckmair o el propio Harrer, que planeaban tranquilamente, con serenidad, un nuevo ataque a la Pared Norte. El Comité Central Alpino Suizo, ya antes del trágico intento de salvar a Toni Kurtz, había prohibido a los guías de montaña que realizaran cualquier tipo de rescate en la Pared Norte. Los guías, claro está, hicieron caso omiso de esa prohibición y se arriesgaron por intentar salvar a los escaladores. No en vano, los propios guías eran también alpinistas, y los alpinistas trabajaban de guías en sus respectivos lugares. La solidaridad entre compañeros es uno de los valores más importantes en la montaña. Ahora las cosas se ponían más feas, pues ya no solo era el gobierno suizo o los clubs alpinos los que intentaban prohibir o intimidar a los alpinistas que quisieran arriesgar así su vida, sino que la prensa y la opinión pública se pusieron en contra. ''Al que ataca la Pared Norte le da igual que lo dejen allá arriba como cadáver o que rescaten su cuerpo más tarde'' - escribió el veterano alpinista Samuel Brawand, intentando exhortar a los guías del Eiger de cualquier responsabilidad -. ''Definitivamente existen en el mundo tareas más elevadas que la conquista de la pared del Eiger''.


No podemos negar que Brawand hablaba con sensatez. El alpinismo moderno estaba gestando sus principios, y en estos no había lugar para la temeridad insensata. Mientras tanto, la Pared Norte seguía allí, atrayendo todas las miradas. En lo alto e inexplorado, a cientos de metros por encima del 'Vivac de la muerte', por encima también de la 'Travesía de los dioses', se encuentra 'La Araña', un pasaje blanco de pesadilla que, cuando no lanza torrentes o aludes, escupe piedras. Desde abajo era difícil calcular el tamaño exacto de ese punto clave, muy engañoso, como tantos otros, pero toda aquella Pared Norte parecía en realidad la tela de esa Araña Blanca, desde las fisuras a los grandes neveros por debajo, cuya trampa de sublimidad hacía perder la vida de los jóvenes atletas.

La primera ascensión se produjo en julio de 1938, cuando tres parejas de alpinistas iniciaron un nuevo intento por separado, aunque solo dos de ellas persistirían: nuestro narrador Heinrich Harrer y Fritz Kasparek formaban la cordada austriaca, mientras que Ludwig Vörg y Anderl Heckmair, del que ya hemos hablado, eran la pareja alemana. Como en una buena historia con final feliz, fue el tesón y liderazgo de Heckmair, así como la superación de la rivalidad entre las naciones lo que llevó a que la agrupación improvisada lograra la cumbre. Para ellos no había patria por encima de la montaña, pues era imposible sobrevivir al Ogro sin ayudarse y cooperar entre todos. El autor rechaza frontalmente los términos del deporte competitivo que asaltaban los medios, tales como 'vencer' la montaña. Por desgracia, el régimen nazi, como no podía ser de otro modo, supo sacar buen provecho del logro para su propaganda racial.


No se limita 'La araña blanca' a relatar de primera mano aquella ascensión, sino que hace un recorrido desde los primeros y trágicos intentos hasta las siguientes ascensiones logradas con éxito, con dramas sonados como el caso de los españoles Sádaba y Navarro y nuevas vías de ataque a la cumbre. El propio autor fue aumentando el libro y completándolo en posteriores ediciones, asumiendo el papel de recopilador y cronista de la Cara Norte, siempre desde el más profundo respeto por todas y cada una de las personas que lo intentaron o lo consiguieron. El libro, para él, puede servir para superar los errores e intentar promover la empatía hacia los alpinistas, camaradas todos en esa patria común que es la montaña. No es de extrañar que 'La araña blanca' llevase a tantos lectores a calzarse unos crampones. 

'Las montañas no pueden ser ni sometidas ni dominadas: tan solo ascendidas. ''Sometimiento'' y ''dominación'' son hoy en día expresiones falsas y presuntuosas muy manidas (...) El deporte de competición está formado por competidores y rivales. El alpinista, sin embargo, compite y rivaliza solo con una persona, que no es otra que él mismo. El alpinista se exige algo a sí mismo, un logro deportivo, quizás, pero también se exige a sí mismo saber renunciar, si es necesario.'

Era la reafirmación de un hecho: se había abandonado ya la visión decimonónica del alpinismo, dedicado a la conquista de cumbres, en sintonía con el ansia aventurera y colonial del Imperio británico, para contemplar las montañas de otra forma, igualmente romántica, pero donde la hazaña debía ir en sintonía con una actitud y un determinado carácter. 'Sincero, noble y discreto', las cualidades del auténtico alpinista'. Pues bien, así es Anderl' (...) A este modelo de los practicantes hay que sumar la concepción de la propia práctica alpina: la ruta es ahora lo importante, y no la cima; se valora la dificultad, la experiencia y la responsabilidad. Porque todo buen alpinista debe aprender a renunciar a una cima, antes que a intentar tomarla asumiendo riesgos. Pero si hablamos de cimas, las metas del futuro quedaban ahora en el Himalaya, y allí acudirán las expediciones de los diferentes países para tomar el legado de los viejos aventureros, comenzando por el duro sacrificio que supondrá para Herzog y Lachenal, quien precisamente había participado en la segunda ascensión a la Cara Norte del Eiger, el encumbramiento del traicionero Annapurna. No siempre se aprenderá de igual forma de los errores pasados, y se comprobará una y otra vez que la cota ocho mil no es un lugar apto para la vida humana, y menos para quienes solo cuentan con voluntad y ganas de aventura.

Hay una experiencia, sin embargo, que deseo calificar únicamente como positiva: se trata de la cordada. Durante toda mi vida me he declarado valedor de ella, y precisamente la cordada - en el sentido más amplio de la palabra - me parece tan importante que incluso le he dedicado este libro. A mi avanzada edad puedo decir que he estado - y sigo estando - en la feliz situación de haber tenido siempre un compañero de cordada. 

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 La postura humilde ante la montaña, unida a cierta conciencia ecológica, se impuso definitivamente en la buena práctica alpina. El siguiente paso fue lo que Reinhold Messner bautizó como 'alpinismo de renuncia'. Los más fuertes y habilidosos ya no podían contentarse con subir cimas, sino que debían lograr marcas meritorias con los mínimos medios. De los años treinta viajamos a la Polonia comunista. 'Mi mundo vertical' (1992), última recomendación de esta entrada, es la autobiografía póstuma de Jerzy Kukuczka, alias Jurek (1948-1989), entrañable alpinista y uno de los más aplaudidos de la historia del himalayismo - para algunos, el más grande-, tanto por sus marcas personales como por su forma de vivir la montaña. Si nos atenemos solo a la fría marca que persiguió, fue el segundo en conseguir los catorce ochomiles, justo después de Messner, con quien mantuvo una intensa rivalidad, desde el mutuo respeto. Pero no es por esto por lo que es reconocido.



- Tengo curiosidad, ¿y cuánto tiempo les llevará? -
- Dos semanas. Tal vez incluso una.
- ¿Una semana? - el director se enderezó en el sillón, visiblemente divertido (punto para él) -. Pero si una semana no es suficiente ni para levantar el andamio...
- Es que nosotros pintamos sin andamios.
- ¿Y cómo lo hacen?
- Con cuerdas.

Como habitante del Bloque del Este, minero de oficio, al polaco se le acumulaban los obstáculos para abrirse paso en el himalayismo y financiarse las expediciones, alquilando equipos baratos, siempre de segunda mano, o trabajando a destajo en el mantenimiento de las altas torres industriales. Por si fuera poco, a diferencia del italiano, los catorce ochomiles de Kukuczka fueron casi siempre retos arriesgados, sin oxígeno, rutas invernales o vías nuevas que nadie había intentado antes. Jurek tuvo que sortear serios problemas logísticos y económicos que de ningún modo sufrió Messner. 

De fuerte constitución, fue capaz de realizar proezas y contárnoslas como si fueran graciosas anécdotas. Cuando los demás veían un imposible, él se tomaba como un reto personal hacerlo posible; cuando los demás se daban la vuelta, él continuaba en solitario. Sigue siendo la única persona en la historia que ha coronado cuatro ochomiles en invierno. Pasmosa fue, por ejemplo, su hazaña de subir dos ochomiles seguidos un invierno, de un tirón, teniendo que correr entre uno y otro a través del Himalaya. ¿La razón? Apenas podía pagarse el equipo, no recibía financiación y tenía que ahorrar durante todo el año para costearse las expediciones, sacrificando además el tiempo con su familia, así que aprovechaba al máximo cada viaje. Puede que le costara un tiempo aclimatar su cuerpo a la altura, como él mismo reconoce al relatarnos varias expediciones, pero cuando lo conseguía, su resistencia en las peores condiciones superaba a la de cualquier otro alpinista.

Tristemente conocida es también su trágica muerte, en consonancia con su vida.  Infatigable y obstinado ante las dificultades, murió por culpa de una cuerda barata que tuvo que comprar en un mercado local ya en el Himalaya; cuerda que le traicionó rompiéndose casi en la cumbre del Lothse, ocasionando que Jurek se despeñara varios kilómetros en caída libre. Aunque, si nos tomamos en serio al curioso narrador que nos habla desde esta autobiografía, de haber podido regresar para contárnoslo y rematar así del todo su libro, seguramente quitaría hierro a su propia muerte y diría que son gajes del oficio. 

Es fácil sentir simpatía por Jurek, un tipo que se nos aparece sencillo y cercano. La voz de Jurek, con su naturalidad y desparpajo, vive aún en esas páginas. El libro no brillará por su estilo, pero es sencillamente creíble, y en ningún momento se nos pasa por la cabeza la imagen de un negro contratado para dar forma comercial a la historia del alpinista. Ejemplos de lo contrario hay muchos, y a la mente me viene la aclamada autobiografía de Keith Richards, Life. Pero no me hagan mucho caso porque lo mío con Richards roza la animadversión. Sus canciones son otra cosa.

-¿Tú eres el Kukuczka ese? No tienes pinta de alpinista...
Markus, un guía suizo, miraba no tanto mis ojos como, significativamente, más abajo, allí donde bajo el cinturón se me dibujaba una tripa bastante poco deportiva. Había cogido un poco de peso durante los cuatro últimos meses de inactividad, pero eso no era razón para que me acosara un tipo delgado como un galgo, que no hacía otra cosa en la vida más que caminar por los Alpes. Hay un montón de tipos así.
- Ya hablaremos a ocho mil metros - murmuré.


Edward Whymper, La conquista del Cervino. Editorial Desnivel, 2005. Traducido por Ignacio de Amoroto Salido.

Heinrich Harrer, La araña blanca. Editorial Desnivel, 2005. Traducido por Eduardo Verdugo.

Jerzy Kukuczka, Mi mundo vertical. Editorial Desnivel, 2001. Traducido por Aranzazu Calderón.

6 comentarios:

  1. Excelentes tres reseñas. Vivo alejado de las montañas y tengo que hacer un gesto de empatía para entender a los que se juegan el pellejo por subirlas.
    Aventuro la posibilidad de que asumir ese reto, es un reto no un deporte, tenga que ver con esa necesidad que tenemos todos de abandonar nuestros límites y encontrar un lugar puro, no enviciado, donde la solidaridad con tus compañeros de los que depende tu propia vida se convierte en un sentimiento predominante sobre el estrecho egocentrismo de la vida urbana contemporánea.
    Quizás sea eso: huir de lo previsible, de lo doméstico, alcanzar un reto personal y descubrir como la solidaridad es más que una simple palabra en un mundo hostil en que todos dependen de todos.

    Saludos

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    1. Gracias, Doctor. Yo también creo que esa es una explicación. Luego, cada actividad tiene sus peculiaridades. Suele ser diferente la motivación de un escalador puro de roca que la del alpinista: el primero se especializa en la parte técnica, donde cifra sus logros, mientras que el segundo prefiere una actividad más variada y completa.

      Para evitar equívocos, yo no soy alpinista, solo un senderista ocasional. De chaval fui boy scout y aprecio eso que has descrito bien: el reto, la superación, la camaradería, compartir los recursos limitados, dormir al raso… Y aunque uno es urbanita, vaya de pascuas a ramos, y con la edad se impone la comodidad, así como se prefiere un buen refugio antes que el vivac improvisado, nunca ha dejado de atraerme la montaña. Desde las alturas se coge aire y se recargan las pilas. Supongo que algo parecido viven, a su modo, los que realizan del Camino de Santiago.

      Un saludo.

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  2. Es evidente que las personas que se arriesgan a este tipo de aventuras tienen una mentalidad muy lejana a la de la mayoría de los humanos. Lo cual en sí mismo no es bueno ni es malo, ni siquiera es opinable. En mi caso nunca he sentido mucha simpatía por ellos, porque no comprendo esa mentalidad; incluso la literatura relacionada con las "hazañas" en el medio natural (sea la conquista de montañas, de mares o de junglas) me aburre. Imagino que nunca sería un buen psicólogo.

    Pero ya digo, no tengo nada que objetar. Bueno, sí, una cosa: a esos arriesgados deportistas de fin de semana que se internan en grutas o escalan paredes en momentos especialmente arriesgados y luego tiene que ir la brigada de rescate de la Guardia Civil a sacarlos de allí, por favor, que les pasen la factura luego. Como dice el señor Brawand, "'Definitivamente existen en el mundo tareas más elevadas que la conquista de...." (sustitúyanse los puntos supensivos por la hazaña que sea).

    Decididamente la épica no es lo mío.

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    1. Hola, Rick. Igual te sonaba parte del texto, porque he resumido y reescrito varias reseñas viejas, de las que me he acordado al hilo de la penúltima entrada de Chafardero.

      (A veces tengo la fea costumbre de editar comentarios propios, y lo he hecho con este, a ver si me explico mejor.) Imagino que quien sea muy ajeno a este mundillo, en todos los casos de accidente en el monte podría responsabilizar por igual a los practicantes. Yo diferenciaría al típico que se expone a un riesgo innecesario de cualquier alpinista responsable que ha podido tener mala suerte. Entiendo que, visto desde cierta perspectiva, a veces ese límite pueda estar difuso, sobre todo si se cuestiona la práctica en sí misma.

      Vaya por delante que no pretendo hacer ninguna apología del riesgo, y menos aún del riesgo insensato. Una cosa son esos pocos que buscan conseguir marcas especiales y otra el común de los montañeros o escaladores. Y tampoco el montañero común tiene por qué simpatizar con esa élite, por así llamarla, aunque podamos entender sus motivaciones. Se asumen ciertos riesgos, como en otras actividades, pero el que se expone a lo tonto es visto como un paria. El aprendizaje de la seguridad es el fundamento de cualquier práctica de montaña.

      Tengo mucho respeto por el Greim, la unidad de montaña de la Guardia Civil, a los que además he visto actuar. Como le decía al doctor, yo solo soy un simple senderista, no un escalador, pero las contadas veces que me he lanzado a por un 'tresmil' pirenaico con algún paso glaciar, o paso con un pequeño riesgo, me he federado y he pagado el seguro. Respecto a ese tema, exceptuando algunas zonas de España (Galicia, por ejemplo) y por supuesto el Pirineo francés, no te pasan factura por el rescate. También entiendo que habría aquí un posible debate.

      Un saludo y gracias por el comentario.

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  3. A mi también me gusta la montaña, pero en plan senderismo, lo de subir paredes me llama menos. No conocía estos libros ni el género en particular. Creo recordar que Dante fue el primero en ascender a una montaña por el puro placer de llegar a la cumbre. Estos pioneros que reseñas tienen el mérito de abrir rutas donde  parecía que no había camino, pisar donde nunca nadie lo había hecho, contemplar espacios virgenes. La montaña es un lugar donde se puede contemplar el poder de la naturaleza a la vez que la propia fragilidad. A mi me llena los ojos de belleza.
    Después está lo de la gente que le va el riesgo y las situaciones extremas. Supongo que esto también se da en el gremio, pero creo que en menor medida que en otros. Y no existe la competividad que corroe el deporte en general.

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    1. Hola, Chafardero. Naturaleza y conciencia de la propia fragilidad, efectivamente, sin competitividad. Yo tampoco voy más allá del senderismo. En cualquier caso, el monte en general es una afición que compartimos muchos vascos. Y es que tener lugares tan bonitos como el Anboto no tiene precio. Aunque, para mí, Huesca se lleva la palma...

      Yo también creo que la mayoría de alpinistas no buscan premeditadamente el riesgo, por mucha adenalina que conlleve la práctica. El aprendizaje en montaña es en buena medida aprendizaje en cuidarse y cuidar de los otros, y además ayuda a reforzar la seguridad en uno mismo. No hay lugar para alocados en ese mundillo.

      Otra cosa son algunos profesionales, himalayistas como Edurne Pasabán o escaladores extremos como los hermanos Pou, Ueli Steck... cuyo oficio implica asumir un riesgo mayor. Y de tanto en tanto, por desgracia, alguno sufre un accidente.

      Un saludo.

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