Quien lea Memorias de la casa muerta, escrito por Dostoievski en 1862, no tiene dificultad en reconocer los mismos rasgos carcelarios descritos por Solzhenitsyn cien años después. (Primo Levi, Si esto es un hombre)
Ya tenía preparada la siguiente entrada, pero, leyendo la semana pasada la obra de Primo Levi, me he topado con la denominación dostoievskiana de la Casa Muerta, de la que el superviviente de Auschwitz se apropia en cierta ocasión, con todo el derecho. En los apéndices finales a 'Si esto es un hombre' vuelve a acordarse del autor ruso, y por eso he querido que sean las palabras de Primo Levi las primeras que lean aquí. A pesar de las diferencias, hay un denominador común en ciertas experiencias de deshumanización carcelaria.
Aunque había precedentes ilustrados, fue Dostoievski quien inauguró, desde el realismo moderno, el interés literario que tendría continuación en los testimonios de las víctimas del totalitarismo del siguiente siglo. 'El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos', escribió, pretendiendo iluminar sin pudor aquellos lugares que permanecían ocultos para el ciudadano común. El argot español abunda en palabras, pero ninguna consigue atrapar aquella realidad; nuestro ruso la denominó myortvovo doma, término que se nos traduce como 'casa muerta' o 'de los muertos', según la edición del libro que manejemos.
No hay mucho que decir sobre las razones de aquella condena: el novelista fue una víctima de los tiempos. Ya contamos aquí, a propósito de Gógol, cómo la lectura pública de la carta de Belinski puso los grilletes a los inofensivos miembros del Círculo de Petrashevsky. No era la primera vez que se mandaba a la katorga a nobles por motivos políticos, pero ahora Nicolás I deseaba un escarmiento severo. La carta era una excusa, ya que el mero hecho de que existiesen organizaciones ilustradas que hablasen en contra del sistema de servidumbre, de la censura o de la tortura, era motivo de inquietud. Pero nos encontramos en 1849, así que había una circunstancia que confabuló contra los escritores del Círculo e hizo que aquel proceso fuera en extremo ejemplar: las revoluciones del año anterior en toda Europa. Hablando en plata, no estaba el horno para bollos.
La condena era a muerte, pero el zar gustaba de la teatralidad e impuso a los condenados un proceso que duró varios meses. El día señalado sacaron a Dostoievski y a sus compañeros vestidos con el sudario con el que iban a ser enterrados, les mostraron los ataúdes y los situaron en el paredón de fusilamiento, delante de los tiradores; solo entonces, en el último instante, un oficial les comunicó que el gracioso zar les perdonaba la vida. A nuestro autor le cayeron cinco años como preso de trabajos forzados y otros cinco como soldado raso en Siberia, lo que le suponía una degradación no solo militar sino civil, pues le arrancaban de su condición de noble y le marcaban de por vida. De pronto el escritor fue rapado en la mitad de su cabeza - así marcaban a los presos, además del hierro candente -, cargado de grilletes en brazos y piernas, que le acompañarían durante años, y enviado a una insalubre katorga en la lejana Omsk que servía al trabajo esclavo en una fábrica de ladrillos. Conviviría con los criminales considerados más peligrosos para el Imperio Ruso, entre asesinos, violadores, y bandidos de toda ralea. Tenía veintiocho años.
Tras ese portalón estaba la luz, el mundo libre, vivía la gente, como en todas partes. Pero, a este lado del recinto, te imaginabas el mundo como un cuento irrealizable. Aquí había un mundo aparte, que no tenía semejanza con nada; aquí había leyes especiales, con su indumentaria, su moral y sus costumbres propias, y una casa muerta en vida, una vida como en ningún otro lugar, y gente especial. Ese rincón especial es el que me propongo describir.
Doce años después, una vez comenzada su nueva andadura como escritor y hombre libre, Dostoievski publicó Memorias de la casa muerta por entregas en la revista El Mundo Ruso. En esta novela se dispuso a narrar la experiencia en Siberia, escondiendo al protagonista bajo la identidad ficticia de Aleksandr Petrovich. Es de notar que escogió para su álter ego el crimen de haber asesinado a la esposa por motivo de adulterio, sin premeditación; habla mucho de su época que el público lector pudiera empatizar más fácilmente con un criminal de esa ralea antes que con otro. Petrovich compartía, por lo demás, unos orígenes sociales idénticos a los del autor, por lo que la historia podía ser contada sin mayores complicaciones. Dostoievski, en cualquier caso, no deja de hablar del colectivo de presos políticos del penal, con lo que consigue rellenar ese vacío acerca de su propia experiencia. La experiencia real de nuestro escritor fue con seguridad más dura de lo que él mismo estaba dispuesto a desvelar: los presos políticos eran los peor tratados en la katorga, los más odiados, los que recibían las tareas más viles y repugnantes.
Memorias de... es una novela única en muchos sentidos. El grueso del texto no es una trama contada al uso, sino una serie de notas, experiencias vividas, un cuadro pormenorizado de todo lo que supone la vida en la katorga, desde los distintos perfiles de los huéspedes hasta sus costumbres y códigos de conducta jamás antes descritos. El realismo de Dostoievski organiza el tiempo de la narración en base a las sensaciones subjetivas del observador, dando mayor espacio a las primeras impresiones - que son las que mejor quedan fijadas en la memoria -, siendo así que casi toda la obra se centra en su primer año de reclusión, sumado a los últimos meses y casi ignorando los años intermedios, ese tiempo borroso en el que el preso, ya adaptado al medio, vive sus días en la monotonía, siempre con el ardiente sueño de la libertad, pues 'todo preso siente que no está en su casa, sino como de visita'.
El primer problema al que se enfrentó nuestro autor, recién llegado a la Casa Muerta, fue el de la incomunicación. '¿Cómo comportarme? ¿Qué actitud adoptar ante esta gente?' Como observador inteligente, Dostoievski consideró prioritario sondear cuanto antes en la opacidad de la vida carcelaria para decodificar sus usos y costumbres, de cara a sobrevivir, y lo consiguió en parte, aunque hubo distintos aspectos que tardó demasiado en comprender. Una vez más, hay que tener en cuenta el contexto de aquella Rusia, donde los estamentos estaban perfectamente definidos. Ni siquiera un intelectual libre de ciertos prejuicios, que aspiraba a fundirse con el pueblo, pudo conseguir romper del todo esa barrera invisible. Ejemplo de esto lo tenemos en los pasajes donde nos habla del trabajo diario, de cómo él intentaba emplearse como el que más y, en contra de sus ideas preconcebidas, era por ello rechazado con mayor vehemencia por sus compañeros.
Hasta el último harapiento, que era el peor trabajador y que no se atrevía a abrir la boca delante de los demás presos, más diestros y sensatos que él, se consideraba con derecho a gritarme y a echarme a un lado, con el pretexto de que le molestaba.
A pesar de todo, Dostoievski (una vez más, podemos referirnos directamente al autor) no se resignó y decidió mantenerse fiel a sí mismo, hecho que le conllevó más de una mala situación. El código de conducta implicaba que cada cual debía comportarse según debía, y nadie esperaba de un noble que se rebajase a ser mujik, hecho que era interpretado como una pose servil, falta de carácter.
Naturalmente, me habrían criticado, pero en su fuero interno me habrían respetado. Ese papel no me iba bien; yo nunca había sido un noble, según su noción; pero, en cambio, me hice la promesa de no humillar con ninguna concesión ni mi cultura ni mi modo de pensar.
Así que el epiléptico se permitió el orgullo de intentar hacerlo todo por él mismo, ir endureciendo sus músculos para cargar con cada vez más ladrillos en sus brazos no educados para el duro trabajo físico. La incomunicación lleva a la frustración y a la ira, y hubo presos que nunca comprendieron aquel modo de actuar. Dostoievski no consiguió librarse del todo de los parásitos que le rodeaban; en cambio, se sorprendió la primera vez que vivió cómo incluso sus más hostiles enemigos le ofrecían el sitio más privilegiado para poder ver la obra teatral que algunos presos organizaban durante las navidades: en absoluto se trataba de una concesión o de un acto amistoso, sino de un acto de respeto, pues todos reconocían que en esa materia él era más entendido que los demás. Así funcionaba la prisión siberiana, con su propio código, donde por encima de todo se imponía la pose de presunta dureza e insensibilidad, llevada, según el narrador, al extremo de la pedantería.
El recluso (...) aunque tiende siempre a sentirse legitimado en sus delitos contra los superiores, de modo que para él no tiene sentido plantearse siquiera la cuestión, es consciente, en términos prácticos, de que las autoridades tienen una visión completamente distinta de su crimen y, por tanto, de que él debe ser castigado, y en paz. Aquí, la lucha es recíproca. El criminal sabe muy bien, sin sombra de duda, que ha sido absuelto por el tribunal de los de su propio medio, de la gente humilde, que nunca, y esto también lo sabe él, le condenará definitivamente, y casi siempre le absolverá por completo, siempre y cuando su pecado no sea contra los suyos, contra sus hermanos, contra los de su misma condición humilde. Tiene la conciencia tranquila, y de su conciencia le viene la fuerza: no se altera moralmente, y eso es lo importante.
¡Y cuanta juventud había sido inútilmente sepultada entre estas paredes, cuántas fuerzas grandiosas habían sucumbido en vano! Porque hay que decirlo todo de una vez: ésta era una gente extraordinaria. Se trataba, tal vez, de la gente mejor dotada, de la gente más fuerte de nuestro pueblo. Pero han perecido en vano esas fuerzas poderosas, han perecido de un modo anormal, ilegítimo, irremediable. ¿Y quién es el culpable?
La represión ha forjado el alma rusa si es que existe un alma y si ese alma trasciende el plano personal y es colectiva.
ResponderEliminarNo leí esa obra del maestro pero me has hecho recordar el gulag de otro maestro cercano en el tiempo. Curiosamente en ambos casos el misticismo es la terapia para aliviar los dolores pasados de sus protagonistas. Solzhenitsyn terminó siendo un místico reaccionario soñador de la vieja Rusia y enemigo de Occidente. Incluso hoy en día es un tipo admirado o al menos respetado por Putin y sus teóricos más retrógrados.
Quizás desde la época de Dostoievski o incluso con anterioridad hay un anhelo de apartarse de las desgracias cotidianas para llegar a un lugar donde la propia esperanza les redima de tanto apaleamiento.
Saludos
No he leído su ''Archipiélago gulag'', pero es curioso que Solzhenitsyn, en su aversión a los valores de Occidente, diera un giro similar a Dostoievski, como dices, que además de lo religioso, se volvió un radical eslavófilo. Precisamente en la época en la que Dostoievski estuvo preso, un anónimo escribió el famoso texto de los ''Relatos de un peregrino ruso'', que muestran esa religiosidad que muchos entendían como la esencia del pueblo llano, frente a las influencias extranjeras que sufrían las clases altas.
EliminarUn saludo.
Tengo este libro en mis estantes, pero aún no me he decidido a leerlo. Y curiosamente tengo también, desde hace apenas un mes, el de Primo Levi, regalo de un amigo. Tampoco me decido a leerlo, por el mismo "temor emocional", por si decir, que me frena ante el de Dostoievski.
ResponderEliminarMe parece muy interesante la idea de la necesidad de soñar como elemento común a todos los presos, y creo que en cierto modo la lectura de la Biblia tiene un sentido parecido. Al fin y al cabo se trata de manifestar la ineludible faceta espiritual, tan humana que hasta en los entornos más inhumanos está presente. Y quizá ahí es donde más necesaria se vuelve.
¿Ves? Ya me está dando ganas de leerlo ;)
Un saludo.
Entonces léelo solo cuando te lo pida el cuerpo, ya sabes, sin forzarte a ello. En relación al comentario del dr. Krapp, yo tengo pendiente en los estantes ''Un día en la vida de...'' de Solzhenitsyn.
EliminarLa búsqueda de sentido espiritual, efectivamente, ayudó a muchos a sobrellevar ese tipo de experiencias, aunque uno de los imprescindibles, Kertész, que estoy releyendo ahora, destacó por lo contrario. Primo Levi también habla de los soñadores en el lager, mostrando su cara y su cruz.
Un saludo.
Apuntas bien cuando dices que el grado de civilización de una sociedad se mide en sus cárceles. Este subgénero siempre me ha producido angustia y repulsión. Soy consciente de lo sórdido de la vida en esos lugares, pero su lectura pormenorizada me hace perder la fe en el género humano. Y si algún estado tiene una larga tradición en este sector en el ruso. La deshumanización del individuo que se observa tantas veces en la sociedad rusa quiero creer que es un rasgo heredado de oriente, y en sus cárceles se observa a la perfección ya en tiempos de Dostoievski. Hoy solo un poco habrá mejorado la situación.
ResponderEliminarYo también la suscribiría la cita, como tú, porque sirve para cuestionarnos lo que entendemos por civilización, lo que aceptamos y lo que ignoramos de ella.
EliminarLo que más valoro en este tipo de libros es lo que se aprende de ciertas experiencias cuando están bien contadas. Pueden abundar los testimonios, los hechos más o menos crudos, pero saber contarlos es ya terreno de la buena literatura.
Un saludo.