'Los ejecutores no soportan el grito de dolor de la humanidad golpeada. Así como en las cámaras de tortura ponen discos para acallar los gritos de los torturados, así tapan el rumor sordo de la verdad con el griterío barato de la llamada literatura humanista'.
Su novela más famosa, 'Sin destino', me llegó recién llegado a la universidad. No hacía mucho que había recibido el Nobel, y había pasado por San Sebastián. El premio de la Academia Sueca lo sacó de la oscuridad, pero su trabajo llevaba bastantes décadas de recorrido: en realidad, toda una vida. Húngaro de origen, hijo de padres divorciados, fue consciente por primera vez de que también era judío, y de lo que significaba ser judío, cuando a los catorce años lo mandaron a Auschwitz, y luego al campo de concentración de Buchenwald, del que fue uno de los supervivientes, de esos 'niños terribles' alimentados de rabia. Años después se reiría de Adorno y de los que afirmaban aquello de la imposibilidad de escribir sobre Auschwitz, porque, para Kertész, todo escritor que se precie, y que lo hubiera vivido, tendría que sentir la profunda necesidad de escribir sobre ello: una necesidad vital, como el aire para respirar.
Tras la guerra volvió a Hungría, pero aquel ya no era su país ni podría volver a serlo; vivían todavía quienes fueron cómplices; quienes le habían dado la espalda a él y a los suyos; quienes alimentaron el odio y ahora querían hacer borrón y cuenta nueva del pasado. Sufrió la nueva tiranía y las estrecheces del régimen comunista, aún más estrechas para un escritor en ciernes que aspiraba a la libertad a través del lenguaje; descubrió tarde la 'grandeza inconmensurable' de Kafka, escritor con el que comparte no pocas cosas; tradujo a Nietzsche, a Wittgenstein y a otros filósofos de lengua germana; se tuvo que conformar con pequeños trabajos mientras alimentaba una vida secreta de autor subterráneo, mientras publicaba lo que podía y escribía sus reflexiones en diarios, camuflando las referencias a George Orwell bajo el nombre de Shakespeare. En aquellos años perfiló y luego publicó 'Sin destino'; tenía que encontrar su propia voz y aportar algo nuevo que no hubieran dicho ya los testimonios de Primo Levi y otros tantos; y tenía que hacerlo desde la literatura.
'Lo siguiente es, por tanto, la pregunta más importante: ¿cómo realizar la descripción desde el punto de vista de lo totalitario de tal manera que el punto de vista de lo totalitario no se convierta en nuestro punto de vista? (...) Hace un año empecé a escribir la novela. Tengo que tirarlo todo'. (Diario de la galera)
Hay una escena elocuente, en los primeros capítulos de 'Sin destino', que señalará el camino nihilista del resto de la obra. El protagonista, todavía en Budapest, toma conciencia por primera vez de lo que pasa a su alrededor. Tiene catorce años y sigue siendo un niño; acaba de descubrir la ilusión del primer amor, aunque a su padre lo van a mandar a un campo de trabajo - en realidad, a Auschwitz - y la familia está inquieta; el mundo adulto parecía incomprensible, pero él se da cuenta de que ya comprende más de lo que querría admitir. Una amiga, judía al igual que él, encuentra una explicación que la tranquiliza: la gente les odia porque son judíos, y el destino de los judíos es sufrir esa persecución eterna. Pero el protagonista no se cree ese cuento y, en su lugar, le cuenta a ella 'El príncipe y el mendigo': podían haber nacido judíos o cristianos, o de cualquier otra nacionalidad; podían haber nacido príncipes o mendigos, y eso solo es cuestión de suerte; ahora lo señalan como judío, pero hasta entonces él nunca se había identificado como tal, ya que sus padres no le educaron en la religión antigua; todo es cuestión de suerte... Entonces su amiga explota y le da la espalda: ya no volverían a verse.
'Al fin y al cabo uno tiene derecho a saber por qué le odian (...) Ella, con una voz desesperada y quebradiza, comenzó a gritar que si nuestras características internas no tenían nada de importancia, entonces todo era una casualidad; que si ella podía ser diferente de lo que forzosamente era, entonces nada tenía ningún sentido, y que aquello era un pensamiento insoportable para ella'.
A partir de ese descubrimiento, el protagonista aceptará la ausencia de rumbo e intentará sobrevivir día a día; más que moverse, es movido a través de los distintos campos, dando cuenta de su convivencia con otros presos de su edad y mucho mayores que él, de sus venturas y desventuras. Seguirá siendo un adolescente, pero ya avejentado y cada vez más golpeado por la vida. Es esa mirada juvenil tan bien conseguida la que, una vez más, hace única a esta novela, y que supuso no pocas críticas al autor: voces moralistas le acusaron poco menos que de neutralidad con el Holocausto, por el estilo frío y desapasionado que rechazaba cualquier atisbo de sentimentalismo. ¿Cómo relatar horrores de aquel modo casi inocente, aunque para nada frívolo? Hablaba una voz auténtica pero incómoda, que con el tiempo fue descubierta y rescatada del ostracismo; no era una voz que se considerara útil en las primeras décadas de la reconstrucción de Europa, y mucho menos en Hungría, pues el autor no ahorraba en señalamientos directos: no pretendía consolar a nadie, sino relatar la verdadera experiencia del totalitarismo.
'Debes de haber visto muchos horrores, hijo', observó, y yo no le dije nada. 'Lo importante -prosiguió- es que ya todo ha terminado.' Con el rostro iluminado, me enseñó las casas entre las cuales estábamos avanzando y me preguntó qué sentía al estar de nuevo en casa, al ver la ciudad que había tenido que abandonar. Le dije: 'Odio'.
Y navegan entre la niebla personajes que aparecen y desaparecen, cada cual con su propia explicación, su propia respuesta para seguir con vida; seguir con vida es un instinto que se agarra a cualquier persona, en cualquier condición. Lo difícil es aceptar que el sistema que les mueve impone su marcha como una bota militar aplastando el pavimento, y que más allá de eso, no hay nada; que el estado normal de las cosas puede que ni exista; que el ser humano puede adaptarse a casi cualquier entorno; que no hay Dios, ni normalidad, ni destino.
'No servían ni la reflexión, ni la lógica ni la deliberación, no servía la fría razón. En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso'.
'Seguramente -dijo con una expresión un tanto cohibida - habrás tenido que pasar penurias, hambre y quizá también te hayan pegado'. Naturalmente, le dije, y entonces se enfadó mucho y me preguntó casi gritando: ¿Por qué respondes a todo 'naturalmente', cuando te estás refiriendo a cosas que no lo son en absoluto? Le contesté que en un campo de concentración sí eran cosas naturales. 'Ya, ya.. Allá sí... pero... - buscaba las palabras hasta que añadió-. Pero... ¡un campo de concentración no es una cosa natural!'' Encontró por fin sus palabras; no le respondí nada puesto que empezaba a darme cuenta de que había cosas de las que no se podía hablar con desconocidos, con gente que no sabía nada de nada, con unos niñatos...'
No he leído a Kertész, no puedo por tanto aportar mi visión personal sobre ese autor y su obra. Sin embargo, el Holocausto si que ha supuesto un antes y un después en el pensamiento occidental como demostraron tantos autores, caso del citado Primo Levi o Hannah Arendt entre muchos otros como demuestra el auge del existencialismo tras la Segunda Guerra Mundial.
ResponderEliminarAceptar la insignificancia de nuestras vidas, cuando otros se han adueñado de nuestros sentidos y destinos, debe ser algo terrible y solo te puede llevar al caos interior y el absurdo, otro de los géneros triunfantes en la postguerra.
No te ha hecho falta leerlo para dar en el clavo, conociendo la época y su producción literaria. Aún así te lo recomiendo: no creo exagerar si digo que, para mí, está entre las mejores novelas del siglo pasado. Porque ante todo es una novela, y no un testimonio camuflado, por mucho que contenga vivencias autobiográficas. Kertész quiso hacerlo de este modo, priorizando la reflexión sobre el aporte testimonial, que ya otros habían realizado. Por esto mismo, tampoco introduce detalles escabrosos - salvo los justos y necesarios -, alejándose del sensacionalismo.
EliminarUn saludo.
El holocausto es un tema tabú para mí, me angustia profundamente. Hace poco leí en una obra que a priori no trataba el asunto como echaban niños vivos a los hornos crematorios y me dejó noqueado. El catálogo de horrores parece no tener fin. Y para colmo lo llevó a cabo una de las sociedades más cultas de la época. Así que, siendo consciente de la barbarie, prefiera invertir mi tiempo en asuntos menos lacerantes.
ResponderEliminarLo entiendo perfectamente. El tema de la cultura, ya sabes, es complejo, y uno de los ejemplos que enseguida vienen a la mente es Martin Heidegger, icono de la filosofía que se adhirió al movimiento nazi sin pensárselo demasiado. Es el peligro de los romanticismos políticos y las supuestas rebeliones populares. Y luego, por supuesto, la desinformación del régimen totalitario del Reich. El odio es caldo de cultivo para la violencia cultural, y así se entiende que, cuando llegaron los cristales rotos y las palizas callejeras de las SA, tantas familias alemanas que se consideraban ''decentes'' miraran hacia otro lado.
EliminarUn saludo.