martes, 26 de enero de 2021

Pasadizos góticos (III)

 

El motivo de la doncella perseguida, trabajado por Radcliffe, fue una de las obsesiones de la literatura que nos ocupa - que no la única -, pero incluso en esas historias se destaca con especial relieve la figura del villano, con sus Manfred, Montoni o Schedoni. Pues bien, otro de los temas capitales del gótico se centró precisamente en el villano como protagonista en caída libre hacia el mal, y de este leitmotiv hoy destacaremos tres obras clave. 

'Se anunciaba la oración de la aurora cuando Carathis y Vathek ascendieron los innumerables escalones que llevaban a la cima de la torre, donde permanecieron algún tiempo aunque la mañana se presentaba triste y lluviosa. Aquel sombrío resplandor agradaba a sus malvados corazones'.

‘Vathek’ (1786) es una mixtura entre el cuento árabe y la novela gótica, plagado de pasajes surrealistas; rara avis, por tanto. Nuestra atracción hacia el orientalismo debe bastante a la invención francesa, y no es casualidad que William Beckford, extravagante libertino inglés, decidiera escribir su novela en francés, una obra de la que él mismo dijo que tiene ‘mucho de grandioso, de gracioso, de putesco y de santo’.

Conviene recordar que ya los propios relatos de Las mil y una noches que leyeron los europeos dieciochescos estaban retocados por Antoine Galland para el gusto occidental; el Vathek de Beckford va más allá y nos ofrece una historia solo comprensible para el mundo mental cristiano: un descenso a los infiernos a través del ejercicio del pecado y el sacrificio.

Beckford se recrea en la desmesura, quizá ocultando en su protagonista un alter ego soñado. Vathek es un príncipe oriental cuyo orgullo y ostentación alcanzan las cotas más altas: ha mandado edificar un conjunto de cinco palacios unidos (para el disfrute de cada uno de los sentidos) y una altísima torre coronando los cielos, en referencia a su ilimitado deseo de vanidad y conocimiento, como la bíblica torre de Babel.

Aguijoneado por su madre, entregada a los cultos satánicos, Vathek irá superando todos los límites de la transgresión moral y entregándose a las peticiones del Giaour, emisario del señor del Palacio de fuego, o sea Iblis, el ángel caído musulmán. Este personaje aparecerá con la forma de un forastero hindú deforme, de boca babeante y mirada burlona, que entregará regalos y promesas sobrenaturales. Difícil de contentar y más aún de soportar, el Giaour es odiado por el príncipe, pero la curiosidad de éste hará que poco a poco el orgulloso Vathek acceda a obedecer los duros sacrificios que impone el horrible hindú para demostrar su fidelidad, aquí cual versión perversa de los mandatos de Yahvé a Abraham o Moisés. 

Motivado por la promesa del horrible emisario, Vathek y su madre Carathis emprenderán un viaje hacia las puertas del infierno, durante el cual conocerán a la princesa Nouronihar, a la que también arrastrarán a la causa diabólica. Ninguno de los personajes pretende ganarse la simpatía del lector; ni siquiera Vathek está a la altura en su papel de émulo del diablo, y tiene que ser Carathis la que le empuje una y otra vez. Seguro que un psicólogo tendría mucho que analizar en la relación entre Vathek y su malvada madre, pues es sabido que la propia madre de Beckford imponía sobre su hijo un dominio absoluto: aten cabos y verán que esta relación maternofilial es uno de los temas de mayor impronta en la obra.

Como curiosidad, sepan que la recreación de Beckford era el infierno literario preferido de Borges, junto al de Dante. Solo al final descubrirá Vathek que ha sido manipulado por Carathis y engañado por el Giaour. El ángel caído permite a Vathek recorrer el enorme palacio subterráneo a su antojo, para disfrute de su curiosidad, pero hay una imposición escrita en letra pequeña en el contrato: en un tiempo indefinido, quizá en pocos días, su corazón arderá en llamas; se convertirá en uno más de los espectros que pasean por el laberinto subterráneo, agonizando de dolor por toda la eternidad. El último deseo de Vathek será que el Iblis arrastre también a su madre, para verla sufrir junto a él.


'¿Y si me encontrase, en ese mundo en el que me veo obligado a adentrarme, una mujer adorable, adorable...como tú, Virgen María?'


La pregunta que acaban de leer forma parte de las oraciones privadas de Ambrosio, protagonista de ‘El monje’ (1796), de Matthew Lewis, novela clave en la literatura gótica. Como saben, del cultismo latino ‘clave’ deriva nuestra más castellana ‘llave’; las llaves maestras son capaces de abrir una gran cantidad de puertas. Se abusa mucho de la categorización de ‘obra maestra’ para dar énfasis en la recomendación de una pieza de cualquier arte, pero en el caso de la obra que nos ocupa creo que puede decirse, sin ninguna exageración, que es maestra, solo en la medida en que abrió puertas y marcó camino en el género. 

Con la importancia concedida a esta obra no pretendo decir que sea perfecta; nada más lejos de la realidad. ‘El monje’ es una novela escrita de un tirón por un chaval de diecinueve años, y ese apresuramiento se nota en la composición y estructura. Mary Shelley tendrá la misma edad cuando, dos décadas después, escriba ‘Frankenstein o el moderno Prometeo’, otra obra maestra del gótico, pero el estilo de la señorita Shelley será más pulido que el de Lewis. 

En cualquier caso, releyendo ‘El monje’ me llaman la atención sus incursiones psicológicas. El inventario es exhaustivo en elementos macabros; solo echo en falta un despliegue de medios a la altura del contenido (punto fuerte de Ann Radcliffe), pues ‘El monje’ está yermo en descripciones espaciales. 

Dividida en tres partes, la novela tiene dos grandes líneas argumentales: por un lado, la del monje Ambrosio y su trepidante carrera hacia el mal, ambientada en un Madrid gótico; por otro, las desventuras del resto de personajes, que incluyen dos historias de amor imposible y la narración en primera persona del marqués de las Cisternas, que sirve para incluir pasajes impagables (la cabaña de los bandidos es mi preferido) y para insertar personajes legendarios del folklore continental como la Monja Sangrienta y el Judío Errante. Este sumun parece pensado con el único fin de reunir leyendas sobrenaturales, como si el autor hubiese querido escribir una novela definitiva sobre el género, tal y cómo se encontraba en aquel momento. Todos estos elementos contribuyen a sumar parcheados a una obra que dista mucho de nuestra concepción actual de novela.

Dejaré aquí de lado el resto de tramas para centrarme en lo que para mí es, con mucha diferencia, la parte más interesante: la historia del personaje que da título a la obra, Ambrosio, predicador que, con sus sermones, consigue emocionar al respetable. Pese a su sobria apariencia de perfección evangélica, o quizá precisamente por ella, Ambrosio esconde un lado oscuro. Su frialdad es casi inhumana, aunque él mismo se nos revelará humano (demasiado humano) y sus pecados se desencadenarán uno tras otro, caída tras caída.

El primer pecado de Ambrosio es la soberbia, de la que despierta después a la lujuria a través de un misterioso personaje, Rosario, supuesto novicio que idolatra a Ambrosio y esconde un secreto que conmocionará a éste, y es que en realidad es una mujer (Matilde) de singular parecido con el cuadro de la Virgen María que cuelga en la celda de Ambrosio. En no pocas ocasiones había mirado Ambrosio aquel cuadro con una religiosidad demasiado carnal y, como si sus deseos más ocultos se hicieran realidad, Matilde le confiesa su amor; ella es la seductora, la tentadora, una primera encarnación del diablo. 

El mayor acierto de la obra reside, para mi, en la intuición psicológica de Lewis sobre la mórbida represión sexual de su protagonista: una vez desatado el deseo, Ambrosio no encontrará frenos morales hasta terminar en la violación y asesinato de Antonia, joven inocente destinada desde el comienzo a ser la víctima del mal. Cuando al final es apresado por la Inquisición para pagar por sus crímenes, el diablo se le aparece por última vez en una forma espantosa, no necesitando ya de máscaras seductoras. Ambrosio morirá así a manos del Maligno, después de un último engaño en el que perderá su alma.

La publicación de ‘El monje’ fue aplaudida por el Marqués de Sade, pero horrorizó a Ann Radcliffe. La autora, de la que ya hablamos en la entrada anterior, marcó una diferencia que ha sido respetada por muchos escritores del género hasta Stephen King: el terror, por un lado, busca el sobrecogimiento sublime, mientras que el horror da el paso a lo truculento, atacando la moralidad del lector. Otra forma de ver el esquema radcliffiano viene a destacar que el terror no escapa en último término de un mundo racional, mientras que el horror tiende a lo sobrenatural. Ya se vea de un modo u otro, Radcliffe fue la primera gran maestra del terror, mientras que Lewis abrió la puerta al horror sobrenatural en Inglaterra con lo que se ha venido a llamar 'gótico de mazmorra'. Piensen, por señalar sendas herencias muy claras en el caso de Poe: 'El retrato oval' como heredero de Radcliffe, y 'El pozo del péndulo' como sucesor de Lewis. The Monk pagó caro el atrevimiento: su novela estuvo a punto de llevarle a la cárcel por la inclusión de pasajes bíblicos y demás blasfemias.



‘Después de mucho rato, miró a su alrededor y se dio cuenta de que su acompañante se había ido. Las campanillas eran raras en aquel entonces. Se dirigió a la puerta… estaba cerrada (…) Como pasaba el tiempo y no acudía nadie, se dirigió a la ventana, y entonces se dio cuenta por primera vez de que estaba enrejada. Miró el estrecho patio enlosado, en el que no había ser humano alguno; aunque, de haberlo habido, no habría podido encontrar en él sentimiento de ningún género’.

Hubo un tiempo, muy olvidado ya, en que la idea del infierno provocaba angustia. Cuando nos acercamos a ciertos textos que abordan el tema, solemos verlos desde cierta distancia, teniendo que realizar una aproximación a la época en la que fueron escritos para saborear todo lo que en su día supieron transmitir. Sin embargo, algunas obras han conseguido conservar su poder de sugestión a pesar del tiempo que nos separa de ellas, y uno de los ejemplos es la tercera pieza que aquí comentaremos.

‘Melmoth el errabundo’ (1820), del clérigo irlandés Charles Maturin, es la síntesis del gótico clásico. El canon tradicional considera que el género nació con ‘El castillo de Otranto’ (1764) y terminó con Melmoth; lo que vino después fueron actualizaciones más modernas, influencias e incluso obras capitales que continuaron el legado, pero la primera etapa del género, tal y como había venido desarrollándose al estilo dieciochesco, se cierra aquí.

La deshilvanada trama, que el el autor no terminará de explicar hasta el final, se engarza en la historia fáustica de John Melmoth, caballero irlandés del siglo diecisiete que, por culpa de una curiosidad intelectual desmedida, firmó un pacto con el diablo para conseguir la inmortalidad. El precio que pagó fue la pérdida de su alma y - atención a la paradoja - la propia inmortalidad, entendida al fin como una condena. Hastiado de deambular por el mundo y deseoso de morir en paz y recuperar su alma, Melmoth debe convencer a una sola persona en la tierra para que ocupe su lugar; para ello, recorrerá prisiones, manicomios y hogares en los que reina el hambre; los lugares recónditos en donde la desdicha ha llevado a los hombres más infortunados a la desesperanza, para tentarles con el fin de sus sufrimientos a cambio de su alma. 

Más allá del motivo argumental, el mayor interés de la novela se encuentra en sus diferentes pasajes tomados por separado; la estructura, en forma de matrioska rusa, es bastante irregular, por no decir chapucera, con algunas historias sobredimensionadas en relación con otras, pero como lectores somos arrastrados en su laberinto sin remedio. Maturin pone mucho de su parte para cuadrar la partitura de la obra con un sermón eclesiástico; sus páginas poseen una intensidad y un tono tan sombrío que lo asemejan a una pintura desoladora, una noche eterna.

Puede pensarse, de entrada, que los infiernos pintados por un clérigo irlandés bastante moralista sonarían hoy trasnochados, sobre todo por la referencia protagónica que le otorga a la salvación del alma, pero lo cierto es que Maturin consigue transmitir la sensación de desesperanza como ninguna novela comentada hasta ahora en esta serie. ‘Con la pérdida de la razón (y la razón no puede durar en un lugar como éste), pierdes también la esperanza de inmortalidad’ - dice Melmoth en cierto pasaje, acercándose sin saberlo al lector moderno. Aun dejando de lado la inmortalidad o la salvación del alma, refugiándonos en nuestra conciencia y en el papel que desempeñamos en vida, nuestra dignidad, es fácil sentir el peso de las vivencias de los personajes y su cruel destino. 


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William Beckford, Vathek. Alianza, 2006. Trad. Javier Martín Lalanda.

Mathew G. Lewis, El monje. Cátedra, 2003. Trad. Juan Antonio Molina Foix.

Charles Robert Maturin, Melmoth el errabundo. Valdemar, 2012. Trad. Francisco Torres Oliver

8 comentarios:

  1. Una exposición tan interesante y erudita como las anteriores.

    Vathek no lo he leído, y El Monje y Melmoth me temo que, como ocurre tantas veces, los leí antes de tiempo, con lo que eso implica. Si fuese yo persona de hacerme propósitos de año nuevo, aún estaría a tiempo de anotar en mi lista la relectura de estas obras. Pero, en fin, no me lo propongo pero tampoco lo descarto.

    Como me pasa siempre, al leer este tipo de ensayos, empiezan a darme vueltas por la cabeza otras obras, otras lecturas, otras imágenes, y resulta de lo más curioso cómo la mente va estableciendo conexiones y desvelando casualidades. Por ejemplo, ayer mismo comentaba, en una "videotertulia" con unos amigos, la relación entre El Aleph de Borges con la Divina Comedia, por un lado, y con los sótanos de Poe por otro.

    Además, mientras leía aquí sobre la torre de Vathek estaba pensando en la Torre Oscura de Stephen King, al que nombras poco después.

    Y también he pensado en otra torre más "castiza", La torre de los siete jorobados, de Emilio Carrere (novela y película geniales por igual), ambientada en Madrid, y a continuación has hablado de la ambientación madriñela de El Monje...

    En cuanto a cómo termina tu historia, yo creo que entre el párroco siniestro y las pías ancianas te han convencido para que participes en la procesión de la virgen de la peluca. No has sido capaz de negarte, o no has podido, por la extraña apatía que te invade, y al final has acabado en el sótano de la iglesia, vistiéndote de nazareno para salir en la procesión. Aunque lo de "salir" empiezas a verlo cada vez más complicado... :D

    Te felicito por el texto y por el original planteamiento. Ah, y te agradezco el amable y exagerado guiño ;)

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    1. Pues yo agradezco mucho tus palabras. He intentado que la historieta no resulte indigesta, aunque el post me ha quedado demasiado extenso para las dimensiones que me propuse con este blog.

      Muy bueno eso de las relaciones de ideas e imágenes. No se me había ocurrido relacionar El Aleph con Poe. De Emilio Carrere no he leído nada, pero esa novela hace años que la tengo fichada (tampoco he visto la película porque antes quiero leer el libro).

      A Stephen King lo he nombrado porque conozco esa opinión suya tan relacionada con el esquema de Radcliffe, pero no lo leo desde adolescente. Precisamente, llevo tiempo con ganas de hincarle el diente, así que este año cae seguro. Estas navidades desempolvé varias novelas que guardaba, de aquellas ediciones de Plaza & Janes con portada roja, aunque tengo curiosidad por 'Cementerio de animales', que nunca he leído.

      Me gusta el final que has dado a la historia, entre la comedia y el terror. Ahora bien, estoy tentado de cambiar la narración a la tercera persona, porque todo indica que a tu personaje le espera un confinamiento largo. Eso sí, no se contagiará de covid... :P

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  2. Es el eterno juego de jugar con la tentación y el deseo en tiempos donde se juega con los límites entre lo permitido y lo que no. Yo creo que aquellos autores y autoras del siglo XVIII jugaban con el sexo y la religión, con Eros y Tanatos, con el diablo y lo celestial. La idea es llegar muy lejos, tan lejos que luego llega el remordimiento y el infierno, el pecado y la culpa. Estamos hablando por ejemplo del eterno mito de Don Juan o el de Fausto que tantos momentos de gloria ha traído a la literatura y casi como arquetipos.
    Saludos

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    1. Creo que lo resumes a la perfección. Efectivamente, es el mito de Don Juan, y los tres ejemplos de este post, entre otros, permanecen en el tiempo y pueden actualizarse a otras épocas, con sus respectivos límites entre lo permitido y lo prohibido. Aquellos son especialmente propios de ese siglo (y el siguiente) en el que la modernidad se enfrenta con las viejas creencias, que todavía están arraigadas con fuerza. Esos autores que escandalizaban al jugar, como dices, con el cielo y el infierno, tienen también hoy mucho atractivo.

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  3. Yo conozco lugares como el que pintas en tu artículo relato: una pequeña iglesia con una garbosa espadaña, toscas esculturas románicas en el altar que todavía conservan algo de sus colores originales, en el ábside nobles enterrados del siglo XVII, y largas misas cantadas en la que la mitad del tiempo estás de rodillas. El viejo y campechano cura te puede llevar de paseo al camposanto que rodea la iglesia, sembrado de lápidas de varios siglos, mientras te cuenta que esta es la de fulano que murió de garrotillo ni se sabe cuándo, aquel en la guerra, y mira, aquí está tu tatarabuelo, todavía queda sitio, quieres que te enterremos a su lado, preguntaba con guasa el buen hombre.
    De las novelas que reseñas solo leí hace mucho El monje. De aquella me llamaba la atención que lo católico latino fuera el contexto para semejante historia. La leyenda negra, la ignorancia y los prejuicios serían los responsables. Quizás lo único salvable desde el punto de vista literario sea el estudio de Ambrosio, y cómo un personaje negativo se hace protagonista de la historia.

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  4. Yo había pensado en algo menos interesante, históricamente hablando, pero tu iglesia podría caber perfectamente en una historia como esta (la imagino en Palencia o Asturias, por ejemplo, por lo del románico). Me parece que puedo ver a ese cura campechano que describes, cicerone en el camposanto. Sería un final menos gótico, pero más verosímil y, desde luego, más apetecible que ser emparedado vivo en una pared de la cripta de la iglesia.

    Sí, es curioso hasta qué punto la leyenda negra fue un acicate para el imaginario gótico inglés. Y como digo en el post, la trama de Ambrosio también supone para mí el mayor interés de 'El monje'.

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  5. Mientras leía el texto e iba tomando nota de las tres novelas mencionadas me he entretenido un rato hojeando la colección gótica de Valdemar. Lo comento porque acabo de zamparme (no encuentro expresión más idónea) el catálogo de la exposición de Pinturas y Dibujos de Caspar David Friedrich (El Prado, noviembre 1992) y allí, entre las portadas de no pocos de los libros comentados ("Melmoth el errabundo", por ejemplo) aparecen los cuadros del pintor alemán. En definitiva, me llama mucho la atención esa simbiosis entre la poderosa imaginería romántica de Friedrich y los motivos o argumentos estrictamente literarios de los autores y autoras góticos.

    En el prólogo del catálogo hay una cita de David d´ Angers, escultor francés coetáneo de Friedrich, que decía: "he aquí un hombre que ha descubierto la tragedia del paisaje". Me gusta pensar cómo en gran parte de estas obras esa simbiosis de la que antes hablaba intenta abrirse camino en la asombrada mente del lector..

    Saludos,

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    1. Precisamente C.D. Friedrich es uno de mis pintores preferidos (mi viejo avatar bloguero estaba tomado de su pintura 'Un cazador en el bosque'). Sus composiciones son fascinantes, y por eso me parece increíble que en vida no lograra vender una obra como 'El mar de hielo'.

      Esa simbiosis que comentas en este caso es muy clara, y la influencia entre literatura romántica y pintura era recíproca en la época, quizá sobre todo en algunos casos, donde el escritor se detiene a describir paisajes y arquitecturas que expresan estados de ánimo. Esas ruinas góticas, crepúsculos o anocheceres... Qué te voy a contar. Me encanta Friedrich. Supo expresar una determinada forma de mirar que es connatural tanto con el romanticismo como con el género gótico.

      Un saludo.

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